He dicho que es un libro valiente, y lo mantengo. Exigirle coherencia ya sería demasiado.
Este es un libro valiente, porque hay que ser valiente para titular una obra Elogio del liberalismo, y escribir allí cosas como: “el capitalismo ha sido algo positivo y sus logros son impresionantes” o “la economía de libre mercado es el sistema más eficiente para crear riqueza que el mundo ha conocido”.
El liberalismo de José María Ruiz Soroa (Bilbao, 1947) trasciende la economía, como debe ser, y apunta a la salvaguardia de los individuos, porque la esencia del liberal es “no perder nunca de vista el reinado inapelable de los derechos de las personas individuales”, y tener presente que “el único agente moral que cuenta es la persona”. La gente ha de decidir su propio bien, no “el Gobierno o las comisiones de expertos, o el algoritmo… el sujeto que hay que proteger no es la nación, ni la grande ni la pequeña, sino las personas”. Como es lógico, critica a los radicales, populistas, nacionalistas, comunistas, etc.
Todo esto confluye en “la receta liberal por excelencia: miedo y desconfianza ante el poder, incluso ante el poder de los ciudadanos”. Es necesario “dividir el poder para neutralizar su amenaza”.
Dirá usted: ¡olé! Sin embargo, temo que el profesor Ruiz Soroa quiere conservar la tarta y a la vez comérsela, en la estela de su admirado John Stuart Mill, un autor mucho más confuso de lo que suele pensarse.
La confusión estriba en creer que la propiedad no es una condición de la libertad, y que la sociedad puede distribuir la producción como mejor le parezca: lo dijo Stuart Mill en sus Principios de 1848 y lo repite Ruiz Soroa, cuya defensa de la libertad individual se detiene ante los bienes de los ciudadanos. Poner énfasis en la defensa de dichos bienes es apoyar el liberalismo económico, “hijo bastardo del liberalismo político”, “darwinista social”, “manchesteriano y dogmático”, y propio de “ultraliberales” y “fundamentalistas del mercado”.
Insistirá usted: se puede ser individualista liberal pero sin subrayar la propiedad privada. Se puede, pero corremos el riesgo de proclamar al mismo tiempo una cosa y la contraria. Es el caso del libro que nos ocupa. El doctor Ruiz Soroa, como tantos en la apacible kermés del pensamiento único, propicia la intervención redistribuidora del Estado, y no cree que haya que frenarlo por principio sino por circunstancias y oportunidad: “Hay fallos del mercado y hay fallos de la política”, por lo que no cabe sostener que “uno debe maximizarse y otro jibarizarse”. En ningún caso el liberalismo debe defender un Estado pequeño en economía; la contraposición Estado-mercado es “plenamente equivocada”, porque se trata en ambos casos de construcciones artificiales. Así, el liberal recomienda que el Estado mantenga el mercado libre, pero no “dejar hacer”. Esta es la clave: “La alternativa no lo es entre más o menos intervención pública sino entre mejor y peor gobierno”. Es decir, si el gobierno es bueno: ¿por qué no va a ser grande?
Más aún, dice seriamente que ante la globalización “el Estado se ha quedado pequeño”. Usted igual desconfía, porque sus impuestos no se han empequeñecido, precisamente. Pero aquí, de precisión hay poco (y de impuestos, nada). Desde el entusiasmo por el contrato social como fuente del poder hasta la identificación entre poder político y poder económico, frente al cual también necesitaríamos protección, como si para su libertad, señora, representaran intimidaciones idénticas Amancio Ortega y la Agencia Tributaria.
Al final, para ser libres… no debemos serlo. Y en este lío el profesor Ruiz Soroa insiste en llamar liberales a hombres que propugnaron la expansión del Estado, como John Maynard Keynes, o que la llevaron a cabo sin pudor ni reparos, como Franklin D. Roosevelt, a quien Mussolini llamó “un verdadero fascista”. José María Ruiz Soroa, por tanto, reclama simultáneamente más libertad y menos.
En fin, he dicho que Elogio del liberalismo es un libro valiente, y lo mantengo. Exigirle coherencia ya sería demasiado.