Pero nadie puede ser considerado un pedazo de hombre-masa cuando le conocemos. Todas las personas son, por uno u otro motivo, extraordinarias, aunque sólo sea en algún momento de su vida. Un Emilio Gutiérrez se disponía a vivir con su novia en su casa y seguir con una de esas vidas “del montón” que son objeto de desprecio de intelectuales y escritores.
Un día suena un estruendo y su vida se tuerce. Detrás del estallido hay una banda de apocalípticos e integrados a un tiempo, un grupo terrorista que es la vanguardia de la sociedad vasca, esa minoría que ha hecho suyo el discurso permitido y que lo ha llevado hasta sus últimas consecuencias. Esa minoría animada por un sentido del deber que va más allá del conformismo y de las necesidades del día a día. “Se pasan”, claro está, pero siguen el camino correcto. Es más, lo desbrozan, lo limpian de la maleza que aún queda en la sociedad vasca. Matan a un millar, amedrentan al resto. Siga las indicaciones. El dedo índice se queda corto. La sociedad vasca, siempre mirando al futuro, es amiga de la tecnología. El cañón de una pistola será quien indique el camino.
Emilio Gutiérrez había visto las indicaciones, como todos los demás. Pero una bomba estalló en su interior cuando vio destrozada su vida. Bajó con una maza y la emprendió con uno de esos templos del nacionalismo y del socialismo, donde se disfrutan los atentados sin pay per view. Son como los salones del oeste; la ley no se atreve a cruzar la puerta. Créanme cuando les digo que ni siquiera la SGAE entra en esos bares para cobrar su protección, como hace en el resto de España. Ya se sabe que las mafias van por barrios y una no cruza la frontera invisible que le protege de la otra si no sabe que vencerá en una guerra sangrienta. Y aquí la sangre la decide ETA. Pero Gutiérrez se saltó todas las indicaciones. Rompió todos los códigos. Tocó a los intocables. Décadas de chantaje, de nacionalismo bien entendido, que han secuestrado moralmente una sociedad, que la han humillado, puesto de rodillas y ejecutado, de repente quedan a la intemperie por un par de cristales rotos. ¿Qué pasaría si fuesen miles los Emilio Gutiérrez?
Una parte de la nobleza de la persona es el uso de la violencia. Una persona noble ha de estar dispuesta a recurrir a la violencia. Para defenderse, claro está. Pero esta sociedad, y no sólo la vasca, ha proscrito la violencia del hombre común, de los Emilio Gutiérrez. Y sólo quienes están dispuestos a comerse crudas esas ñoñerías, sólo quienes harán un mal uso de la violencia, la utilizan finalmente. Su mismo uso les legitima, en cierta medida. La proscripción de la violencia lleva al triunfo de los violentos frente a los nobles.
Esta sociedad podrida supura intelectuales que condenan la violencia. “Cualquier tipo de violencia”, dicen, sin discriminar. El acto de violencia de Emilio Gutiérrez, ha dicho un innombrable, pone en marcha una espiral peligrosa. Imagino que teme que en esa espiral una de las partes puede llegar a matar a un millar de personas. Y todo por culpa de Gutiérrez y su espiral.
Es mucho más cómoda la espiral del silencio ante el espectáculo del terrorismo. Miserables.