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España, del centro del mundo a un rinconcito (y ni nos hemos enterado)

Publicado en Libertad Digital

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Buscando datos para otro tema, me encontré con este artículo del World Economic Forum (WEF): «En 2020, el PIB de las economías asiáticas será superior a la suma del PIB del resto del mundo». Dice el autor que será la primera vez que esto ocurra desde el siglo XIX. Y sí, es cierto que es PIB en paridad de poder adquisitivo (en términos nominales probablemente todavía falten unos cuantos años para alcanzar ese hito); y también es verdad que Asia tiene al 60% de la población mundial, así que es normal que concentre más de la mitad del PIB (o, al menos, no debería ser extraño).

Con todo y con eso, es uno de esos datos que le hacen a uno levantar las cejas. Esto quiere decir que ya estamos en esa situación en la que el mapamundi real del mundo ha dejado de ser el que todos tenemos en la cabeza, uno en el que el Meridiano de Greenwich está en el centro y divide en dos mitades el planeta. A los españoles nos encanta, porque nos pone a nosotros, también, en el centro de todas las miradas. España, Reino Unido y Francia estamos en el mapa en el mejor lugar posible: el estante premium, justo a la altura de los ojos, ése al que todos los consumidores miran cuando pasan con su carrito y que las marcas se pelean por ocupar.

Y sí, nuestra posición está muy bien, pero ya no es real. Tenemos que acostumbrarnos: ahora mismo el mapamundi de verdad, el que refleja lo que está pasando y lo que pasará en las próximas décadas, sería uno con el centro situado más o menos en el primer huso horario, dividendo el Pacífico por la mitad, con China, Japón, Australia a la izquierda de ese centro y la Costa Oeste de EEUU justo a la derecha. ¿Y nosotros, los europeos? Pues sí, en un rinconcito de la izquierda, pequeños y cada vez más irrelevantes.

Cuando pensamos en Asia y crecimiento económico, lo primero que nos viene a la cabeza es China. Y es cierto que es el factor con más peso en la ecuación. Pero también desvirtúa mucho la conversación: por el sistema político, por los límites a ese crecimiento, por la fiabilidad de las estadísticas o por las diferencias regionales dentro del país. Pero Asia no es sólo China: entre las cinco economías más grandes del mundo, ya hay otras dos asiáticas (Japón e India). Los emergentes asiáticos (Filipinas, Indonesia, Malasia, Vietnam) llevan creciendo entre el 5 y el 6% desde hace dos décadas (lo que supone duplicar el PIB cada 12-14 años) y son más de 500 millones de personas. Y podemos encontrar cifras similares en otros países de la región. Hasta los más ricos, como Singapur o Corea (ni siquiera Japón está tan mal como a veces pensamos si descontamos el efecto del envejecimiento) mantienen tasas de crecimiento que en Europa suenan a ciencia ficción. La previsión del WEF (previa al Coronavirus, eso es cierto) es que el PIB de estos países se duplique en la década 2014-2024.

De PISA a la jubilación

En cualquier caso, ya les digo que yo estaba a lo mío. Que en este caso era buscar cifras sobre jubilaciones, sistemas de pensiones y demás. Lo del WEF y el PIB agregado fue una casualidad. Me llamó la atención porque no lo había visto publicado en ningún sitio siendo una cifra tan curiosa y tan significativa (si alguien lo ha sacado antes, pido perdón: yo no lo encontré).

Lo que ocurre es que, en lo mío, me fui encontrando datos que también me golpeaban el cerebro:

Como uno está a mil cosas, también en estos días tuve que repasar estadísticas en EEUU. En principio, lo que quería era echar un vistazo a las diferencias de ingresos y empleos entre blancos-negros-hispanos; por si salía algún dato interesante ahora que estos temas están de actualidad. Pero, de nuevo, se me iban los ojos a los asiáticos: ya son el colectivo con ingresos más elevados del país, por encima de los blancos. El ingreso anual mediano (el que deja al 50% de la población por arriba y al 50% por debajo) entre los asiáticos era de 51.288 dólares en 2016; para los blancos estaba en 47,958 dólares, mientras que para los negros era de 31.082 dólares y de 30.400 para los hispanos.

Y sí, es cierto que hay mucho ingeniero chino, taiwanés y japonés que desvirtúa hacia arriba las estadísticas; pero también hay inmigrantes recién llegados de Filipinas, Vietnam o Bangladesh con ingresos muy bajos. Lo miremos como lo miremos, son el grupo de población que más crece (en población y en ingresos) y con más movilidad social del país. En muchas estadísticas ya han dejado de tratarles como minoría y los agregan a los blancos, a los que en realidad superan en casi todas las métricas. Sus hijos tienen muchísimas más posibilidades de alcanzar la universidad y, todavía más importante, obtener una licenciatura que los del resto de colectivos. Y hablamos de comunidades y familias que dejaron sus países a miles de kilómetros de distancia, sin ningún anclaje en su país de acogida y con enormes carencias idiomáticas (incluso en 2015, según datos del Pew Center, 3 de cada 10 asiáticos residentes en EEUU tenían dificultades con el inglés).

En las universidades de élite norteamericanas, el problema de los asiáticos no es que sean muy pocos y necesiten un empujón… el problema es que son demasiados y sienten que les están castigando por ello. Como lo oyen: Harvard ha tenido que ir a juicio por un sistema de admisión más que cuestionable (por ahora va ganando la universidad, pero con matices, porque el juez que emitió la sentencia favorable admitía que su sistema era muy mejorable; y todo apunta a que el caso que terminará en el Supremo y no está nada claro cuál será el resultado final). Los demandantes acusaban a esta universidad (y podrían haber hecho algo parecido con otros grandes nombres del país) por un sistema de selección que parece diseñado para evitar que haya demasiados asiáticos. En Harvard, por ejemplo, los asiáticos ya suman el 25% de los estudiantes, muy por encima de su peso en la población norteamericana, del 5,9%. Pero en la mayoría de los centros de élite, los niveles de admisión de asiáticos, aun siendo altos, se han estancado desde hace un par de décadas, a pesar del creciente número de solicitudes de ingreso por parte de este colectivo y de sus espectaculares notas. De hecho, lo que denuncian las asociaciones que han demandado a Harvard es que, si durante el proceso de admisión sólo se tuvieran en cuenta las notas del instituto y otros logros académicos, esa cifra se dispararía por encima del 40%. Por eso, cada vez más grupos de asio-americanos denuncian que las grandes universidades han diseñado procesos que les perjudican y que están dirigidos a limitar esa cuota de asiáticos (en los que la opinión subjetiva del examinador acerca de las habilidades extracurriculares del alumno tiene cada vez más peso). Ya hay casos de estudiantes que se cambian los apellidos y ocultan su procedencia para intentar que nos les afecte lo que casi podría denominarse como discriminación a la excelencia.

La pregunta del milenio

Salto a otro de mis temas favoritos. La pregunta del milenio: ¿por qué Europa? Sí, ahora nos parece evidente, pero en el año 1000-1200 no estaba nada claro que fuera aquí donde se fuera a iniciar el despegue económico. Nuestro continente era más pobre, atrasado, con estructuras estatales más débiles y una economía menos sofisticada que sus competidores. El libro de las maravillas lo escribió Marco Polo para explicar lo que se encontró en sus viajes por la Ruta de la Seda y en sus años viviendo en la corte de Kublai Kan; un viajero chino que se hubiera adentrado en la Europa medieval no se habría maravillado demasiado. Y sin embargo, apenas doscientos años después, los que surcaban los mares de medio mundo eran los descendientes de los Polo, no del Kan. Aunque, en realidad, la propia existencia del libro ya era un indicio de lo que se estaba gestando.

Las explicaciones a lo que ha ocurrido en los últimos siglos son muy variadas. Está la obvia, la institucional, que popularizaron Daron Acemoglu y James A. Robinson en Por qué fracasan los países: el libro está bien, pero siempre me pareció que se quedaba varios pasos cortos. Para explicar por qué Corea del Sur es mucho más rica que Corea del Norte no hacían falta 600 páginas. Está claro que no es un problema de raza o historia, sino de instituciones, leyes e incentivos.

Pero quedarse ahí es casi como no decir nada. Hay muchas preguntas, empezando por cómo las sociedades van conformando esas instituciones; cuánto de suerte hay en el desarrollo de normas que al principio estaban destinadas para un objetivo y al final terminan sirviendo para otro muy distinto (para bien o para mal); por qué en algunos ambientes tienden a consolidarse esas instituciones que impulsan el desarrollo de una sociedad mientras que en otros los brotes verdes son cortados de raíz… Y una pregunta todavía más peliaguda: por qué en entornos institucionales similares, grupos de población diferentes terminan obteniendo resultados opuestos. Lo de los asiáticos en las últimas décadas en EEUU (o Europa, que aquí el fenómeno es más reciente pero terminará con cifras similares).

En esto yo estoy cada día más con la tesis moral-cultural: esas «virtudes burguesas» de las que habla Deirdre McCloskey en sus libros. Esa idea de que fueron los valores predominantes en las sociedades occidentales los que les dieron la ventaja y el impulso que les permitió desarrollarse, crecer e inventar como nunca antes se había pensado que fuera posible.

Miren lo que decía McCloskey hace un par de años, en un coloquio en el Instituto Juan de Mariana:

Adam Smith ha hecho la gran pregunta de la economía. ¿Qué es lo que nos ha traído la riqueza de las naciones? Tenemos que estudiar todo tipo de teorías y pensar sobre las causas del progreso. ¿Son los ahorros [y el capital] la base de la riqueza, como afirma la derecha? ¿Se explica por el esfuerzo de los trabajadores, como dice la izquierda? ¿Se trata, entonces, de las instituciones, una tesis muy recurrente en las últimas décadas? No, la clave es otra, son las ideas que surgen en un contexto de libertad.

En dos siglos, la riqueza de un ciudadano medio se ha multiplicado por treinta. ¡Por treinta! Es un salto espectacular, un avance histórico en términos de desarrollo socioeconómico. Lo vemos en España, que ha cambiado de forma increíble, pero también en toda Europa, en Estados Unidos y, poco a poco, en el resto del mundo. ¿Explica el capitalismo ese salto adelante? En absoluto: el retorno del capital depende de la innovación. Aunque tengamos más capital, necesitamos también la innovación, la aparición de nuevas ideas en las que invertir ese capital.

Innovación, nuevas ideas, desarrollo tecnológico… Todo esto está muy bien y yo estoy básicamente de acuerdo con McCloskey: esto es lo que nos ha traído hasta aquí. Aunque ahora la pregunta es «por qué en Europa» fue donde los innovadores encontraron el terreno fértil, un lugar en el que eran respetados y valorados, no mirados con suspicacia. Respuesta políticamente incorrecta (ésta es mía, no de McCloskey): por esa ética judeo-cristiana (sí, también con raíces en Grecia y Roma) que valoraba al individuo (creado a imagen y semejanza de Dios y que respondía ante Él por sus actos); protegía a las familias y las pequeñas comunidades (y las asociaciones voluntarias); separaba el poder civil y el religioso (y no sólo para evitar que éste último se involucrase en los asuntos terrenales, como a veces se cree, sino también para que sirviera de límite al primero); y ponía la mirada en un horizonte de progreso, en el que el hombre era el centro de la Creación y estaba destinado a perfeccionarla.

Pero hay otra derivada: todo esto de la innovación nos gusta a todos y queda muy bien en los power points, pero luego hay que traducirlo y llevarlo a la práctica en el día a día. Y esa traducción es ahorro, trabajo duro y disposición a enfrentarse al riesgo y a la novedad. Con la innovación no es suficiente, para agarrar los peces de las buenas ideas hay que mojarse el trasero. Eso era Marco Polo: un tipo que, buscando nuevos mercados, se la jugaba y que estaba muchos años fuera de su hogar, currándoselo en busca de un futuro mejor para los suyos. Él no lo sabía, pero en su actitud (y en la de los funcionarios que rodeaban a Kublai Kan, encantados de haberse conocido) estaba la semilla de un futuro que en aquel momento les habría hecho carcajearse a todos (a los de un lado y otro de Eurasia).

Los mejores

Y todo esto qué tiene que ver con los asiáticos en las universidades americanas, con el nuevo mapamundi o con las empresas tecnológicas coreanas. Pues todo. Llevamos décadas mirándonos el ombligo y despreciando lo que nos trajo hasta aquí. Las «virtudes burguesas» son, en nuestras series, libros o programas de televisión, una rémora, una tacha, un defecto. No son algo de lo que enorgullecerse, sino que nos avergonzamos de ellas. El empresario es alguien que tiene que hacerse perdonar, explicar su éxito, justificar sus logros. Incluso, ser muy trabajador ya no está claro si es un elogio o una acusación. Cómo reaccionamos ante cualquier novedad (de Uber a Amazon): lo primero que pensamos es cómo protegernos, no cómo aprovecharla.

El otro día hablábamos de Tyler Cowen y su tesis acerca de «la complacencia» en la que se sumergido EEUU en las últimas décadas. Lo compara con el espíritu que percibe en sus viajes al este asiático y la foto no le gusta nada. Probablemente es cierto, pero incluso así, intuyo que en EEUU (eso sí, cada vez más fuera de sus universidades) todavía queda algo del espíritu innovador, optimista y luchador que les hizo grandes. En Europa, nos domina el miedo y, lo que es todavía más peligroso, el conformismo. Si uno mira un listado de empresas tecnológicas por continentes, no le queda otra que echarse a llorar. Nos hemos resignado a ser la sede de Roland Garros, el Museo del Prado o el Concierto de Año Nuevo.

Dos imágenes: piensen en cualquier ciudad europea ahora e imagínensela hace 30 años. ¿Muchos cambios? Nos hemos quedado petrificados. Si París hubiera tenido en 1850 las ordenanzas urbanísticas de la actualidad, nada de lo que ahora visitamos existiría (empezando por la Torre Eiffel). Ahora piensen en Singapur o en Seúl.

Mientras tanto, ¿quiénes ejemplifican en 2020 esas pequeñas comunidades de recién llegados que dieron forma al siglo XIX en EEUU? Hablamos de inmigrantes que iban creciendo alrededor de familias fuertes, redes de apoyo mutuo, trabajo duro, inconformismo, ambición y riesgo. Nos están adelantando por la derecha, con nuestras propias armas, y les miramos embobados por la ventanilla. Unos les insultan por hacer las cosas mejor y más barato. Los otros buscan excusas absurdas sobre los males del capitalismo o la globalización. Yo, en cambio, les admiro (y, en buena parte, les envidio).

No me resisto a terminar sin mi cita económica favorita (creo que es la que más he usado en mi vida). Es la frase con la que Carlo M. Cipolla cerraba su prólogo al primer volumen de la Historia Económica de Europa que coordinó (en España, la publicó Ariel). En estos días de ingresos mínimos vitales, grandes planes de reconstrucción post-Covid controlados por el Gobierno (siempre con anexos sobre impacto de género y climático, por supuesto), estatuas ultrajadas y escuelas cerradas me ha venido varias veces a la cabeza:

Para comprender la historia de Europa Occidental desde el siglo XII hasta la Segunda Revolución Industrial podemos, si queremos, calcular rendimientos, relaciones capital-producto, productividades… pero en el meollo de la cuestión encontraremos el factor cultural de aquellas compactas sociedades de ciudadanos que se sentían tan orgullosos de lo que hacían y que creían ser ‘los mejores’ precisamente por hacer lo que hacían.

Pues eso.

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