Las nuevas elecciones están cada vez más próximas.
Este año 2019 será recordado, entre otras cosas, por la profusión de elecciones que los españoles hemos disfrutado, o padecido, según se mire. Y, sin embargo, aún no ha acabado el año, ni tampoco la posibilidad de que haya nuevas elecciones. Apenas setenta días después de las elecciones generales de abril y unos cuarenta desde las europeas, municipales y locales de mayo, la situación es un tanto desesperante.
Es cierto que los españoles ya sabemos que podemos vivir sin gobierno, y no tan mal, al menos durante ocho meses. Los presupuestos se prorrogan, las empresas siguen funcionando, los alumnos asisten a sus clases, la vida sigue. Solo pierden los nervios aquellos que se alimentan directamente de la teta del Estado, tanto aquellos que viven del erario público como resultado de la acción subsidiaria del Estado, como esos otros que pueden ser descritos como verdaderos parásitos de la sociedad, por más que se vendan como salvadores de los necesitados. Y precisamente son estos últimos los que gritan y protestan más cuando se produce un vacío en el gobierno. Los funcionarios, trabajadores ‘privilegiados’, como la crisis del 2009 nos ha demostrado, se lanzan a las calles como una “marea” del color que toque, mientras los sufridos autónomos, los verdaderos oprimidos del siglo XXI, pagan impuestos como nadie.
Pero, más allá de las algaradas políticas, la economía real no se resiente tanto como podría esperarse en un principio. Así que no hay urgencia por formar gobierno, desde ese punto de vista.
La situación de bloqueo que impide el recambio en los regidores en España, y también en regiones como la Comunidad Autónoma de Madrid o ciudades como Madrid, que es donde vivo, es llamativa. La razón es que Vox y Ciudadanos están protagonizando un desencuentro de los gordos. La presión de la izquierda está forzando a que Ciudadanos no pueda sentarse con Vox por puro complejo y, por su parte, Vox se niega a cerrar pactos con el Partido Popular y Ciudadanos si no es abiertamente y sin intermediarios. ¿Vamos a dar el gobierno a alguien que se niega a sentarse con nosotros y nos tacha de ultraderecha?, se preguntan los dirigentes de Vox, con razón. Porque imaginemos que Pablo Iglesias se niega a sentarse con Albert Rivera por estar en las antípodas ideológicas de su partido, hace declaraciones despectivas sobre Ciudadanos y sus dirigentes y, al mismo tiempo, reclama que Albert firme un pacto para darle el poder a Pablo pero nunca abiertamente sino mediante la intermediación de Pedro Sánchez. ¿Qué diría Rivera? Previsiblemente se negaría. Mucho más si su partido ha obtenido los resultados que ha obtenido Vox porque se ha presentado como la alternativa a lo de siempre, como azote del sistema, como la mosca cojonera de la política.
Los incidentes violentos sucedidos con motivo de la celebración del Día del Orgullo Gay en Madrid han forzado la postura de Ciudadanos aún más. El escarnio recibido por haber pactado en Andalucía con la formación de Santiago Abascal, implica que de ninguna manera puede firmar nada; hay que demostrar que son tan progres como los demás y que no hacen concesiones a Vox. No cruzar la linea roja es la consigna, o al menos, no hacerlo más. Eso, con independencia de que uno piense que el Día del Orgullo debería ser una celebración no politizada. Y también sin tener en cuenta que Podemos, que se arrogan la autoridad moral del país y señalan lo que es el bien y lo que es el mal, se ha sentado, ha compadreado y ha facilitado el acceso de auténticos asesinos a las instituciones españolas. Un asesinato es un delito más leve que tener una ideología retrógrada. Así están las cosas.
Mientras tanto, en Italia, nuestro país vecino, tenemos un ejemplo que merece la pena analizar. El pasado año 2018, tras los complicados resultados electorales de las elecciones del 4 de marzo, Italia vivió una primavera intensa políticamente. Desde marzo hasta junio no cesaron las negociaciones, conversaciones, reuniones, entre la coalición de centro izquierda liderada por el Partido Demócrata; la coalición de derecha liderada por Liga Norte, asociados al partido de Berlusconi, Forza Italia; y el partido ecologista y antisistema fundado por el excéntrico radical de izquierda Beppe Grillo, el Movimiento Cinco Estrellas (M5S). Se intentaron todas las combinaciones posibles. Luigi Di Maio, líder de M5S, se negó a firmar nada si estaba por medio Berlusconi, porque representaba el pasado, no la renovación. Salvini no quería ir sin Forza Italia. Cuando se logró el pacto, tras más de sesenta días, cuando se consigue firmar un acuerdo programático, y es designado Giuseppe Conte como primer ministro, surgen más problemas. Conte nomina como ministro de economía a Paolo Savona, conocido por defender la salida del euro. Crisis. Se va Conte, llega Cotarelli. Finalmente, los italianos disfrutan, o padecen, según se mire, de un Gobierno presidido por Mattarella, con Conte de primer ministro y Salvini y Di Maio como viceprimeros ministros, toreando al alimón. Una locura, efectivamente.
Pero una locura no muy diferente de los acuerdos bajo la mesa de nuestros políticos, o de los linchamientos en redes por parte de unos y otros, por pactar o por dejar de hacerlo. Una locura, este extraño matrimonio político italiano, que muestra la falta de sentido político de los electores y de los propios políticos, que se mueven en un entorno donde no hay principios. Tampoco veo sentido político en ninguno de los partidos políticos españoles, que se mueven con las mismas cortas miras.
Así las cosas, las nuevas elecciones están cada vez más próximas. Y ya vislumbro una descarnada guerra de descalificaciones, acusaciones y promesas con el único objetivo de alcanzar el poder, ese que corrompe las almas más nobles. Pónganse a cubierto.