En España existe un sistema de legitimidad formalmente democrático en el que debe regir la igualdad de trato y la transparencia, y el poder ejercerse de acuerdo a unas reglas objetivas. No obstante, este sistema tiene un núcleo de sustancia feudal o tradicional, basado en relaciones de dependencia y lealtad personales. Así, el Estado es visto como propiedad de los que lo controlan y en torno al poder se tejen redes clientelares.
Lamentablemente, ese sustrato feudal da su verdadero carácter a un sistema formalmente democrático. Es por ello que en España la democracia potencia la corrupción, porque multiplica los centros de poder involucrados en la compraventa de favores y la creación de clientelas.
España ha experimentado una eclosión de centros de poder político y empresarial al amparo del Estado. Por ello no son de extrañar las abundantes noticias sobre escandalosos casos de corrupción, que van desde el cartero Bárcenas repartiendo sobres negros a los ERE de Andalucía que financian farras de prostitución y cocaína, pasando por el Instituto Nóos, que salpica a la Corona.
Desde sociedades más modernas y por ello más genuinamente democráticas, como las del norte de Europa, se podría creer que se trata de casos aislados. Pero no. España acumula una larga lista de escándalos: cuando no son los sobres son los indultos a políticos, banqueros, kamikazes con influencias; estafadores que quedan libres porque los tribunales se han demorado en exceso, incluso monjas que mueren antes de ser condenadas por su presunta implicación en el robo de bebés recién nacidos… Un sustancioso guión con todos los ingredientes necesarios para una estupenda telenovela al mejor estilo venezolano.
Esa es la lamentable imagen que España está mostrando al mundo; la imagen de su corrupción, que no solo afecta a sus políticos, cada día más desacreditados: también nos habla de una sociedad donde, como se dice en Argentina, "el vivo vive del zonzo (tonto) y el zonzo de su trabajo".
La corrupción no es un problema exclusivo de España. También hay corrupción en Suecia y en Finlandia, los países más limpios según Transparency International. Seguramente hay allí corrupción en ocultos imperios financieros y en algunos ayuntamientos, pero sin duda son casos contados y no tardan en salir a la luz. Los más famosos escándalos políticos suecos deben de parecer irrisorios a los españoles. Un ejemplo es el caso Toblerone: Mona Sahlin, por entonces (1995) viceprimera ministra y la más seria aspirante a dirigir el partido socialdemócrata, compró una chocolatina con una tarjeta de crédito reservada para gastos oficiales. Por un Toblerone Mona Shalin hubo de olvidarse de ser primera ministra. Sus compatriotas, con independencia de su color político, la sentenciaron. Esto demuestra que, como dice el refrán, cada sociedad tiene los políticos que se merece.
La sociedad española, a diferencia de la sueca, pone el listón muy bajo en la aceptación de la corrupción. Admite el pago de bienes o servicios sin IVA, el recurso a las influencias, el plagio, el clientelismo, el amiguismo; muchas de estas prácticas ni siquiera se reconocen como corruptas. Aquí están las raíces profundas de la corrupción española.
La clave del éxito en la lucha contra la corrupción está en la transparencia total en las transacciones y los acuerdos públicos. A todos los niveles. Se trata de que los españoles, como los suecos, no estén dispuestos a pagar los toblerones de sus políticos.