Nuestras sociedades no solo se mueven por la simbiosis sino también por el parasitismo.
En un mercado competitivo, los agentes económicos tendemos a percibir una remuneración igual al valor añadido que generamos mercantilmente para el resto de la sociedad. Si aquel que presta un servicio quisiera cobrar una remuneración superior al valor que genera merced a ese servicio, sus clientes buscarían una alternativa más barata; si los clientes quisieran abonarle una remuneración más baja que el valor generado, el proveedor tendería a buscar otros clientes que estuvieran dispuestos a pagarle de acuerdo con ese valor generado. Por supuesto, este ajuste entre valor y renta no es instantáneo ni perfecto, pero las dinámicas competitivas sí nos acercan a él.
Durante los últimos años, sin embargo, hemos presenciado un fenómeno harto llamativo: la remuneración de los directivos de las grandes empresas se ha disparado con respecto a la remuneración mediana de sus trabajadores. En Estados Unidos los consejeros delegados de una compañía cobran hasta 300 veces más que el asalariado típico, una ratio que se ha multiplicado por 15 desde los años 60. De ahí, por ejemplo, que Paul Krugman se preguntara capciosamente hace unos días: «¿De verdad nos creemos que los consejeros delegados se han vuelto muchísimo mejores desde los años 60 mientras que sus trabajadores no lo han hecho?». En efecto, si admitimos la teoría de que los agentes económicos son remunerados de acuerdo con el valor añadido que generan, los salarios que estamos observando ahora mismo en el mercado indicarían que los grandes directivos están generando 300 veces más valor que el empleado común y que, además, esa brecha se ha expandido enormemente durante las últimas décadas. ¿Es esto posible?
Por un lado, sí, es perfectamente posible. Los directivos, y en especial los consejeros delegados, son los que toman las decisiones estratégicas de más alto nivel dentro de una empresa: estrategias que pueden llevarla a crecer y multiplicarse, a estancarse o incluso a quebrar. En una gran empresa de 100.000 trabajadores, ninguno de ellos tendrá la capacidad ni de elevar a los cielos ni de hundir a los infiernos a la compañía: por muy bien o por muy mal que lo haga un solo trabajador, la compañía seguirá aproximadamente el mismo camino que en su ausencia. En cambio, un consejero delegado excepcional, o un consejero delegado deplorable, sí tienen la capacidad de acrecentar gigantescamente los beneficios de la empresa o, por el contrario, de mandarla a la bancarrota. De ahí que sea lógico que un directivo, con mucha más responsabilidad que un único trabajador para generar valor o para destruirlo por entero, perciba una remuneración que también resulte muy superior.
A lo anterior acaso podría replicarse que, si bien un solo trabajador no tiene capacidad para influir sobre la marcha de la empresa, la totalidad de los trabajadores de una compañía sí ejercen una muy poderosa influencia sobre ella: muy superior, podría argumentarse, que las decisiones estratégicas de sus directivos. Mas nótese que estamos comparando la remuneración del consejero delegado con la remuneración de un solo trabajador. ¿Qué sucede, en cambio, cuando comparamos la remuneración del consejero delegado con la de la totalidad de los trabajadores de la empresa que dirige? Pues que el consejero delegado medio del S&P 500 solo recibe una compensación igual al 0,5% de la masa salarial de su empresa o, dicho de otro modo, que el conjunto de trabajadores cobra 200 veces más que el consejero delegado (porque generan 200 veces más valor que él).
Pero, aun aceptando que un consejero delegado genere más valor que un solo trabajador dentro de la empresa (o lo destruya, cuando se toman malas decisiones), ¿disponemos de evidencia que indique que hoy generan relativamente mucho más valor que hace 60 años? Sí, sí la disponemos para el caso de EEUU: en general, las crecientes remuneraciones de los consejeros delegados son el resultado de un tipo de progreso tecnológico que ha elevado sesgadamente la productividad del personal cualificado así como de un incremento del tamaño de las empresas merced a la globalización. O dicho de otro modo, la labor de los consejeros delegados es hoy mucho más importante y tiene un impacto mucho mayor en términos de creación de valor que hace 60 años.
Ahora bien, que, en general, esta sea la dinámica de los mercados competitivos no significa que sea aplicable a todos los casos o que no haya otros factores que puedan influir sobre la remuneración de los directivos más allá del valor que generan. A la postre, nuestras sociedades no solo se mueven por la simbiosis (la cooperación voluntaria y mutuamente beneficiosa) sino también por el parasitismo (la relación forzada y unilateralmente provechosa), de modo que algunos directivos podrían estar comportándose como parásitos de otros agentes económicos. En particular, hay al menos dos vías en las que un directivo podría ‘parasitar’ a otros individuos:
- Parasitismo contra los accionistas: La dispersión de la propiedad —y, por tanto, del control jurídico— de una empresa entre decenas de miles de accionistas puede conducir a que el poder efectivo dentro de la misma sea ejercido por su consejo de administración en lugar de por la junta de accionistas. En un contexto en el que el principal no es capaz de tutelar al agente, los directivos podrían aprovechar su preeminente posición para inflar sus remuneraciones y lucrarse a costa de los beneficios que alternativamente habrían ido a parar a los accionistas. Estaríamos ante una reversión de la teoría marxista de la explotación: no serían los capitalistas quienes explotarían a los trabajadores, sino los trabajadores (los directivos) quienes explotarían a los capitalistas (accionistas).
- Parasitismo contra el resto de la sociedad: Las ganancias de una empresa, y por tanto las remuneraciones de los directivos vinculadas a esas ganancias, pueden proceder no de generar valor mercantil para el resto de la sociedad, sino de arrebatárselo. En nuestras sociedades, hay empresas bien conectadas políticamente —o incluso sectores enteros, como la banca— que medran merced a sus privilegios regulatorios (verbigracia, restricciones de la competencia) o a infladas transferencias presupuestarias (sobrecostes pagados por el contribuyente). En todos esos casos, los ingresos de los directivos —o al menos una parte de ellos— vendrían de rapiñar —intervención estatal mediante— el valor generado por el resto de la sociedad, no de generar más valor para la sociedad.
El primer tipo de parasitismo, el dirigido contra los accionistas, es algo que deberían solucionar los propios accionistas coordinándose para tumbar al equipo directivo o modificando los estatutos: se trata de un problema interno de la organización que es la propia organización la que debe remediar (o desaparecer en el intento). Muy distinto es el caso del segundo tipo de parasitismo, aquél dirigido contra el resto de la sociedad: en ese caso, los ciudadanos sí debemos permanecer vigilantes y presionar a los políticos para finiquitar al intervencionismo estatal en favor de ciertos grupos económicos que inflan las remuneraciones de sus directivos (y no solo directivos, también accionistas, trabajadores, proveedores, etc.) a costa de todos nosotros. Más que obsesionarnos con las altas remuneraciones de los directivos que tengan un origen justificado (creación de valor), deberíamos enfocarnos en aquellas que tenga un origen totalmente injustificado (extracción de valor): ahí es donde nos topamos con un juego de suma cero en el que todos nosotros salimos perdiendo.