Cada vez es más frecuente encontrarse entre los titulares de las noticias alguno que conjugue el verbo “reconocer”, y que haga referencia a una persona a la que la insufrible presión de la conciencia le obligue a confesar ante todos la incursión en uno de los nuevos pecados. Recordaré el caso de aquélla escritora que osó escribir sobre una comunidad negra a la que no pertenecía. Quizás no todos hayan leído 1984, de George Orwell, pero la mayoría habrá visto a John Hurt (Wiston Smith), al final de la película de Michael Radford, confesando ante los demás una ristra de crímenes contra la sociedad. En su sentida exomológesis, Smith reconoce que su comportamiento es absolutamente reprobable. El lector o espectador sabe que sólo es así si se acepta la ideología del poder, pero la mente de Smith parece haber sido absorbida, por fin, por la maquinaria de IngSoc. Lo mismo le ocurrió a Alexandra Duncan.
El caso de Jessica A. Krug es distinto. Es profesora de Historia de la Universidad de George Washington, especializada en todos los males de Occidente: imperialismo y colonialismo, y el (mal)trato a la “diáspora” africana. Krug, según acaba de confesar, ha apuntalado su carrera profesional y su vida personal gracias a la simpatía y solidaridad que ha recabado por el hecho de ser negra. Sólo que no lo es. Es una mujer blanca, judía, de los suburbios de Kansas City. La profesora conoce la historia social y racial de su país, y eso le habrá permitido asumir diferentes identidades, todas ellas negras: primero del norte, luego del sur de los Estados Unidos, y últimamente se presentaba como una negra caribeña. No ha aguantado más tiempo mintiendo sobre su pasado, y ha contado su verdadera historia.
Lo último que ha dicho de sí misma es que es de Puerto Rico. Según The Washington Post, “en un ensayo publicado en Essence sobre las protestas en Puerto Rico contra su Gobernador, en 2019, Krug dijo que ella era ‘boricua’”, es decir, nativa de Puerto Rico.
Un crimen de esa magnitud exige una pena que sea proporcional. Ella tiene ya su veredicto: “Yo debería ser cancelada”. Y sigue: “No. No escribo en voz pasiva, nunca, porque creo que debemos aludir al poder. De modo que vosotros deberíais cancelarme. Y yo me cancelo absolutamente”. Lo mejor es cuando la propia Krug se formula la pregunta obvia ante tamañas palabras: “¿Qué quiere decir ello? No lo sé”. Nosotros tampoco.
Hay que decir que su suplantación no ha ido tan lejos como el del famoso caso de Rachel Dolezal. Esta mujer llegó a liderar la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color (NAACP), la principal asociación negra del país, fingiendo tener una raza que no era la suya. En el caso de Dolezal no hubo reconocimiento, sino denuncia. Dolezal acabó por reconocer su pecado, que no era el de haber mentido, sino el de ser de raza blanca. No obstante, se fue diciendo: “Yo me identifico como negra”, con un argumento impecable: Ella había asumido como propia la ideología de la NAACP.
Si rigiese el puro dictado de la lógica, estos casos demostrarían que ni siquiera la raza es importante en las cuestiones raciales, y que toda política estrictamente racista, como la discriminación positiva, se asienta sobre un terreno pantanoso.
Estos casos también ponen en duda una de las ideas de la retahíla progresista: el “privilegio blanco”. Pues, ¿por qué iba a renunciar Jessica A. Krug al privilegio que le otorgaba su raza blanca? Puede que le resultase una pesada carga moral, menor al principio que la mentira con la que la ha cubierto durante años. Quizás fueran las ventajas que ofrece el sistema universitario estadounidense a según qué razas.
Lo de la carga de ser blanco no lo digo a humo de pajas. Otra intelectual, Demi Lobato, ha escrito una carta en la revista Vogue en la que dice: “Todo lo que sé es que odio compartir el color de piel de la gente a la que acusan de los horrendos crímenes contra Ahmaud Arbery, Breonna Taylor, George Floyd y muchas, muchas otras vidas negras”.
En el caso de Lobato, parece que tiene unas ideas muy primitivas respecto a dónde se aloja el alma humana. Tradicionalmente se ha situado en el corazón y en la cabeza, e incluso se ha escrito no poca literatura sobre el conflicto, o la alianza entre uno y otra. Pero la cantante lo sitúa en la piel. Eso, o señala al órgano externo como epítome de una diferencia más profunda, que distingue las razas por su constitución fisiológica, y ésta por su capacidad de albergar tales o cuales ideas.
Lo cierto es que la ideología identitaria está creando auténticos dramas personales. Cuando cada uno no se define por lo que es y lo que hace, sino que transige con asumir identidades ideologizadas, entra en un terreno peligroso.