Lo único que ha evolucionado ha sido el tipo de sustancias administradas, que ahora permiten un mayor rendimiento sobre la bicicleta que el que permitía una simple dosis extra de cafeína.
El ciclismo profesional es una dura competición, hasta el límite de la resistencia humana, y si la mayoría aprovecha los avances médicos para ampliar esa frontera, los demás sólo pueden optar entre doparse también o quedar condenados a ganar dos o tres carreras de aficionados al año. Y con eso no se gana para vivir en exclusiva de este deporte.
La hipocresía de los medios de comunicación y de los dirigentes del ciclismo es, en este caso, proverbial. Cuando algún corredor da positivo en un control, lo crucifican por manchar el buen nombre del ciclismo, que, según nos cuentan, es ajeno a esas prácticas en su mayoría. Ya, ya. En realidad, como todo el mundo sabe, estos casos revelan únicamente la impericia de los servicios médicos del equipo al que pertenece el ciclista, incapaces de modular la administración del combinado dopante para que no aparezca en los análisis. Porque lo difícil no es adquirir este tipo de sustancias en el mercado más o menos negro, sino alcanzar el virtuosismo de proporcionarlas sin rebasar el límite de los reactivos de laboratorio que las detectan.
Lo más siniestro de todo este asunto es que el coqueteo con el doping comienza ya en las categorías tempranas, y, por supuesto, no sólo en el ciclismo. Cualquier deporte aeróbico que necesite el concurso de una gran fuerza y resistencia es candidato a que sus participantes intenten sacar ventaja ilegítima con estas sustancias. Yo he visto a deportistas de la categoría cadete con un maxilar inferior absolutamente desproporcionado, lo que indica que, además de los bocatas de morcilla de su mamá, los chavales se meten entre pecho y espalda más cositas. No sé si con el conocimiento paterno, lo que me parecería ya el colmo de la degeneración, pero lo que es evidente es que un chico de 14 años no tiene acceso a ciertos productos si no hay alguien dentro de ese mundo que se los facilite.
Y volvemos a lo mismo: si un grupo reducido de chavales prometedores empieza a jugar sucio, los demás tienen que seguir la estela para llegar algún día a profesionales, y en este juego cada cual arriesga lo que quiere, o lo que su organismo le permite.
Lo peor de todo es que no parece que la situación vaya a cambiar a corto plazo. Ya pueden sancionar a corredores de elite, despojarles de sus maillots de ganadores y expulsarlos de la competición: al año siguiente vuelve a ocurrir lo mismo.
La organización del Tour, por cierto, pulveriza continuamente todas las marcas de incongruencia. Por una parte hace firmar a los corredores un documento en el que acreditan estar limpios… y a continuación les pone a correr una carrera aún más dura que el año anterior. ¿Alguien cree de verdad que un ser humano, por más entrenado que esté, puede hacer una etapa de 200 kilómetros con cinco puertos rompepiernas y, veinticuatro horas después, otra de 250 en llano a una media de 40 km/h? ¿Saben ustedes lo que es rodar a esa velocidad durante cinco horas seguidas? Y eso después de dos semanas de esfuerzo brutal continuado, subiendo y bajando montañas.
No nos engañemos. Los ciclistas son aquí las víctimas. Sometidos a un estado de cosas que no han elegido, se ven obligados a participar en la estafa si quieren sobrevivir económicamente, a veces a costa de su propia vida.
Ninguna prohibición legal va a impedir que los más pillos se aprovechen de las ventajas de consumir este tipo de sustancias. Lo único sensato, por tanto, es abandonar la hipocresía de la limpieza de un deporte que es cualquier cosa menos limpio y dejar a cada cual que ejerza su responsabilidad individual metiéndose lo que estime oportuno. Los adalides de la honestidad deportiva se sentirán escandalizados, pero, amigos, el deporte de alta competición dejó hace mucho tiempo de ser una afición sana de gente amateur. Justo desde que se profesionalizó y empezó a mover ingentes montañas de dinero.
Esto ya no es deporte, sino espectáculo. Y como todos los espectáculos, tiene que ofrecer continuamente nuevos alicientes, para que el público siga acudiendo en masa a contemplar a sus héroes. Las prohibiciones y los fingimientos, como si todavía estuviéramos en los tiempos del Barón de Coubertin, sólo conducen a que las escenas bochornosas, como las del Tour de este año, se sigan repitiendo una y otra vez. La racionalidad se acabará imponiendo algún día, y si no, cada uno será responsable de lo que haga con su cuerpo. Lo demás es engañar a todos, empezando por el espectador.