En Turquía, lo que se necesita es menos laxitud crediticia, no más.
Cuando adeudamos dinero, no solo hemos de devolver el capital que estrictamente nos ha sido adelantado, sino también una prima monetaria adicional dirigida a compensar al acreedor por el tiempo de espera, por los riesgos asumidos y por la iliquidez soportada hasta que le reintegramos ese capital adelantado. Tal tipo de interés es el tipo de interés nominal: a saber, la remuneración monetaria que recibe el acreedor en relación con el capital que ha adelantado (o, alternativamente, el coste monetario que soporta el deudor en relación con el capital que le ha sido adelantado con anterioridad). Por ejemplo, si un ahorrador presta 1.000 euros a un año y el deudor debe devolverle 1.100 euros al cabo de ese año, entonces el tipo de interés nominal será del 10% anual.
Pero el tipo de interés nominal no tiene en cuenta la apreciación o la depreciación de la moneda en la que se ha concertado la relación crediticia. Si, por ejemplo, a lo largo del año los precios suben un 15% (es decir, si el euro se ha depreciado un 15% frente a los bienes de consumo), el ahorrador de nuestro ejemplo anterior recuperará un capital menos valioso que el que adelantó originariamente, aun después de computar los intereses (en concreto, recuperará un capital un 5% inferior al que prestó). Llamamos tipo de interés real al tipo de interés nominal corregido por la inflación o deflación experimentada.
El primer economista en distinguir categóricamente entre tipos de interés nominales y tipos de interés reales fue Irving Fisher. Para Fisher, el tipo de interés real (r) era igual al tipo de interés nominal (i) menos la tasa de inflación: El economista estadounidense solo llegó hasta ahí, pero algunos de sus herederos intelectuales —los llamados neofisherianos— han querido dar un paso adelante jugueteando con las variables de la ecuación anterior.
A la postre, podemos reescribir la ecuación previa como que la tasa de inflación es igual a la diferencia entre los tipos de interés nominales y los tipos de interés reales. En tal caso, si presuponemos que los tipos de interés reales están determinados por variables exógenas al banco central (por ejemplo, la preferencia temporal y la aversión al riesgo de los ahorradores) y aceptamos que, en cambio, el banco central sí puede determinar —o influir fuertemente sobre— los tipos de interés nominales, entonces llegaremos a una conclusión radicalmente opuesta a la ortodoxia económica actual: si queremos reducir la inflación, el banco central no debe incrementar los tipos de interés nominales, sino reducirlos (y al revés: si queremos incrementar la inflación, el banco central ha de aumentar los tipos de interés, no reducirlos). Una prescripción de política monetaria que, como digo, se opone al predominante Principio de Taylor, según el cual la forma de combatir la inflación necesariamente pasa por incrementos sobreproporcionales de los tipos de interés nominales (de modo que el tipo de interés real aumente y la demanda de crédito se contraiga).
¿Qué tiene todo esto que ver con la crisis turca? Pues bastante más de lo que en principio podría parecer. La inflación se halla disparada en el país, tal como queda reflejado en su veloz incremento del IPC (del 15,85% en julio) y en la galopante depreciación de la lira turca. La respuesta convencional a esta inflación debería ser, como decimos, aumentar muy sustancialmente los tipos de interés nominales, que es lo que ha venido exigiéndole el FMI al Gobierno turco (actualmente están en el 17,75%, pero dada la ya mentada inflación interna del 15,85%, los tipos de interés reales siguen siendo muy bajos). Sin embargo, Erdogan se opone frontalmente a nuevos incrementos de los tipos de interés nominales: a su entender, “los tipos de interés son la madre de todos los males”, y está decidido a presionar al (supuestamente) independiente banco central turco para que cese de subir los tipos y que, al contrario, comience a recortarlos.
Parte de la ofensiva de Erdogan contra los altos tipos de interés nominales se debe a consideraciones religiosas (la oposición islámica al interés) y de táctica política (tipos nominales muy altos podrían pinchar la economía y erosionar su apoyo popular). Pero otra parte se debe a la interiorización de las ideas neofisherianas: no por casualidad, su asesor económico, Cemil Ertem, ha defendido en más de una ocasión la tesis neofisheriana de que, para controlar la inflación, es necesario reducir —y no aumentar— los tipos de interés nominales. Pero de momento parece que las tesis neofisherianas se están dando de bruces con la realidad: cuanto más alto proclama Erdogan que no piensa subir los tipos de interés —esto es, cuanto más instala en las expectativas de los inversores la idea de que los tipos nominales futuros serán bajos—, más se acelera la fuga de capitales del país y, en consecuencia, más se deprecia la lira turca. O dicho de otro modo, los hechos parecen estar dando la razón a los partidarios de una política monetaria más ortodoxa y no a los neofisherianos: lo que estamos viviendo en la crisis turca es que tipos bajos van asociados a una mayor inflación.
¿Significa ello que la perspectiva neofisheriana se equivoca de raíz? No, pero el neofisherismo sí tiene dos problemas fundamentales que, además, están interconectados. Por un lado, tiende a confundir el tipo de interés real con el tipo de interés natural: es decir, tiende a pensar que el tipo de interés real toma siempre un valor de equilibrio. Por otro, carece de una teoría autónoma del valor del dinero, lo que le impide ver que sus conclusiones no son generalizables en cualquier contexto económico.
Me explico: si toda moneda es o un activo real (oro) o un activo financiero (euro), entonces será necesario explicar las fluctuaciones en el valor de ese activo (la inflación o la deflación) en función de los cambios en su oferta o en su demanda. Es decir, cuando el neofisherismo postula que los aumentos del tipo de interés nominal dan lugar a inflación, debería explicar cómo un mayor tipo de interés nominal se traduce o en una mayor oferta monetaria o en una menor demanda monetaria (al igual que también debería explicar cómo un menor tipo de interés nominal genera deflación por la vía de una menor oferta monetaria o de una mayor demanda monetaria). Y, si lo hiciera, probablemente descubriría dinámicas alternativas a las que postula.
Por ejemplo, una reducción de tipos de interés nominales puede incrementar la demanda de dinero (pues reduce el coste de oportunidad de su atesoramiento y, a su vez, puede minorar el riesgo de insolvencia del emisor del activo financiero que actúa como divisa), pero también puede incrementar la oferta de crédito sustitutiva del dinero. Si predomina el primer efecto (algo que tenderá a suceder cuando la demanda de crédito es débil), entonces la reducción de tipos sí promoverá o desinflación o incluso deflación, tal como pronostica el neofisherismo (y, de hecho, ese efecto se autoalimentará, dado que la deflación incrementará la rentabilidad implícita de atesorar dinero). En cambio, si predomina el segundo efecto (algo que tenderá a suceder cuando la demanda de crédito es muy intensa), entonces la reducción de tipos nominales promoverá una mayor inflación, dado que los agentes económicos podrán endeudarse a tipos reales por debajo de los de equilibrio y, por tanto, la oferta monetaria aumentará (de manera, además, autoalimentada, dado que la mayor inflación reducirá todavía más los tipos reales que abonan los deudores: esto es lo que se suele conocer como el proceso acumulativo de Wicksell). Ambos procesos son posibles, pero en un caso los menores tipos de interés generan deflación y, en el otro, inflación. ¿Cuál de ellos se ajusta más al caso turco?
Pues, claramente, el segundo: Turquía es una economía con un voraz apetito de endeudamiento, tal como queda reflejado en su elevado déficit por cuenta corriente (del 5,5% del PIB en 2018) y en el rápido incremento de suendeudamiento exterior (que ha pasado del 36,1% del PIB en 2011 al 53,4% en 2017), así como en el continuado crecimiento de su endeudamiento privado (que ha aumentado del 20,15% del PIB en 2003 al 84,9% en 2017). Algo por otro lado nada sorprendente en un país que, pese a lo anterior, sigue exhibiendo ‘stocks’ de deuda relativamente bajos y cuyo PIB real se ha más que duplicado desde 2003. Y si el apetito de endeudamiento es muy alto, bajar los tipos de interés nominales del crédito en liras turcas solo contribuirá a que aumente ese crédito y a que, por tanto, la lira turca continúe perdiendo valor tanto frente al resto de bienes como frente al resto de divisas. En el actual contexto económico de Turquía, pues, parece que la única forma de frenar la inflación de su divisa es, por un lado, poner fin a la expansión del crédito y, por otro, incentivar la demanda extranjera de liras turcas: y ambos objetivos solo pueden lograrse con tipos nominales sustancialmente por encima de la tasa de inflación, es decir, con subidas de los tipos de interés reales.
En Turquía, lo que se necesita es menos laxitud crediticia, no más. Es decir, se necesitan tipos de interés nominales más altos, no más bajos: en caso contrario, la fuga de capitales no se revertirá y la alta inflación no será domeñada.