El gasto de los tres principales partidos en propaganda electoral alcanza la friolera de 51 millones de euros. El ranking de gasto lo encabeza el Partido Popular con un gasto de 25,6 millones. Le sigue el Partido Socialista con 21,5 millones e Izquierda Unida con 3,5 millones.
Está claro que a los políticos les parece importante que el electorado vote después de haber escuchado por activa y por pasiva las promesas de los candidatos. Quizá esa abultada cuantía de gasto electoral esté relacionada con la poca credibilidad que según las encuestas tienen las promesas de la mayoría de los políticos. Esto no es un problema nacional. En Bélgica una candidata al senado de ese país ha prometido hacerle a cada votante lo que la becaria Lewinsky le hacía a Clinton. La promesa es, según la candidata, una forma de protesta ante la desvergüenza que muestran los políticos a la hora de incumplir lo que publicitan que harán si se les vota. Ella, por supuesto, tampoco piensa cumplir.
Resulta cuanto menos que chocante que esos mismos políticos restrinjan y hasta prohíban la publicidad de empresas que tratan de dar a conocer un producto a su clientela potencial. Parece que la publicidad es mala cuando la realizan los particulares o las empresas y muy beneficiosa cuando son los políticos los que la contratan. De acuerdo con el partido socialista y la hooligan que ocupa el Ministerio de Sanidad y Consumo, por ejemplo, los ciudadanos no tenemos el suficiente coeficiente intelectual como para recibir publicidad sobre los distintos tamaños de hamburguesas que se ofertan en el mercado y elegir el que más nos apetezca. Lo mismo parece ocurrir con el alcohol, el tabaco y hasta con la ropa de marca si las posturas de los modelos no le gustan a la Salgado y otros políticos de la misma calaña.
¿Y qué decir de los medicamentos? En un tema tan importante para nuestra salud como estar informado sobre los avances en el campo de los fármacos, todos los partidos, de izquierda a derecha, han prohibido la publicidad y hasta la información al paciente. Sin embargo, esos mismos ciudadanos pueden elegir a diputados, presidentes, alcaldes y concejales otorgándoles un inmenso poder sobre sus propias vidas después de una campaña en la que partidos y políticos prometen la toda clase de imposibles.
Para colmo, los particulares y las empresas que ven restringido y anulado su derecho a la publicidad y la información realizan esa actividad con su dinero y se arriesgan a la ruina si mienten al consumidor y son descubiertos. Sin embargo, los políticos pueden anunciar toda clase de sandeces y burradas sin que les pueda doler el bolsillo. Lo más que les puede pasar es que no salgan elegidos o que el partido tenga que renovar un crédito que nunca se pagará con una caja de ahorros afín. Es más, la mayor parte de esa propaganda política se la pagamos los electores; a la fuerza, claro. Eso no le parece mal ni a la ministra Salgado ni al más beligerante de los miembros de la oposición. De los 51 millones de euros que han gastado en esta campaña, 42 millones nos los quitarán por vía de subvenciones estatales. Así que, gane quien gane, los políticos nunca pierden: publicitan sus sueños (nuestras pesadillas) de poder sin límite y con nuestro dinero para luego prohibirnos la publicidad al resto de los mortales.