El mercado es un proceso sorprendente, porque pone orden en este mundo, que en ocasiones parece caótico. Uno de los resultados más notables es que iguala los salarios de los trabajadores que aportan el mismo valor. La renta que reciben por su aportación se determina por el valor descontado de su productividad marginal (VDPM), es decir, por el valor actual de su contribución a la producción. Si el VDPM es el mismo para dos trabajadores distintos, su salario tenderá a igualarse. Global como es la economía, este proceso de igualación de rentas se extiende por el mundo. Y lo hace por dos caminos.
El primero de ellos consiste en que el capital acude a los países poco productivos y por tanto con salarios bajos. Si el país de acogida le ofrece seguridad, el capital crea proyectos en los que el trabajador puede aportar más valor, y por tanto puede generar mayores rentas. Es lo que conocemos por deslocalización, pero que más bien debiera llamarse re-localización.
El segundo es el camino inverso. Son los trabajadores quienes vienen a los países en los que hemos acumulado capital y en los que su esfuerzo, por tanto, va a ser más productivo. La inmigración tiene su causa en el deseo de millones de personas de mejorar su situación, una aspiración legítima y profundamente humana.
Relocalización y migración no son dos imágenes especulares del mismo proceso, ya que con el inmigrante viajan sus expectativas y capacidades, sus valores y su cultura. Llegan para formar parte de las sociedades de acogida, con sus propias normas de convivencia. El capital tiene detrás una idea que le anima y le da vida, pero no tiene que cruzarse con extraños en la calle, llevar a sus hijos al colegio o tratar con otros compañeros de trabajo. La inmigración se enfrenta al rechazo del extraño por una parte de los naturales del país y a la pretensión de imponer su propia cultura a la de acogida, por otra parte de quienes llegan. El capital no entiende de eso.
Por esas razones, la vía más efectiva para limitar los problemas que puedan surgir con las migraciones viene del librecambio, de la globalización. Si abrimos nuestras fronteras a los bienes que puedan producir en sus propios países, muchos de ellos no tendrán que cruzarlas para ganarse la vida en tierras extrañas. La lamentable decisión de la Comisión de dar una nueva vuelta de tuerca al ominoso proteccionismo europeo dificultando la entrada del calzado asiático no va precisamente por ese camino.
En interés de nuestra sociedad, debemos abrir las fronteras a los bienes de fuera. Porque nuestra cesta de la compra será más variada y barata y porque el desarrollo de los países pobres hace menos necesaria la emigración. Pero tampoco queramos frenarla. Es deseable que sea lo más ordenada posible, pero la poderosa fuerza del legítimo deseo de progresar nos tiene vedado ser demasiado estrictos.
No nos conviene, además. Los trabajadores que llegan no nos roban oportunidades de trabajo, ya que no nos pertenecen mientras no las hagamos nuestras. Y no deprimen los salarios. El trabajo que ellos no hagan se queda por hacer y por su ausencia habrá proyectos que no se pongan en marcha. Por tanto, su aportación les hace a ellos y nos hace a los demás más ricos.