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Ha caído la gran mentira de nuestro sistema político

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Yo, particularmente, no tengo miedo al bipartidismo si es con un diputado de distrito.

La elección de Pedro Sánchez como presidente del gobierno ha desvelado una de las grandes mentiras de nuestro sistema político; quizá la mayor de todas ellas. Entre la extrañeza y la decepción, no son pocos los que dicen en alto que a este presidente del gobierno no le han votado.

En su discurso de despedida como presidente del partido, Mariano Rajoy dijo que en dos ocasiones los españoles habían rechazado a Pedro Sánchez como jefe del gobierno. Con estas palabras, restaba legitimidad a su sucesor cuando acaba de iniciar su anhelada e improbable presidencia.

Y, sin embargo, no puede caber un ápice de legalidad de la presidencia de Pedro Sánchez, e incluso de legitimidad. Las reglas son así. A los presidentes del gobierno no los eligen los españoles. Éstos votan a los miembros del Parlamento y es la Cámara Baja la que elige al presidente, del que cuelga una riada de nombramientos, de los ministros abajo, que conducirán con sus indicaciones la dirección política del Estado.

Si nuestro sistema político es así, si hemos pasado ya por 13 elecciones generales y siete presidentes del gobierno, ¿cómo puede haber gente que se sienta defraudada, extrañada incluso? Porque una cosa es cómo funciona mecánicamente el sistema y otra cuál es su funcionamiento real.

La teoría es que los ciudadanos elegimos el Parlamento y éste al presidente. Pero la realidad es que los ciudadanos no tenemos apenas capacidad de decisión. Nuestro único poder es el de elegir dónde se cortan las listas elaboradas por los líderes políticos. La verdad es que, incluso en las circunscripciones en las que sólo se eligen cuatro o cinco diputados, los electores votan por la lista del candidato, que es el líder del partido. Luego los votantes no votan a los parlamentarios que luego van a elegir al presidente, sino directamente al líder del partido.

De modo que el nuestro es en realidad un sistema mixto. La designación de la dirección política responde al parlamento, pero funciona casi como un sistema presidencialista. Y el resultado es que lo que refleja la Cámara es el resultado de la competencia entre listas electorales, cortadas según la aplicación de la ley D’Hont en las circunscripciones provinciales.

Puede parecer una distinción sin importancia, pero no lo es. Porque este sistema mixto es lo que fomenta y asienta la partitocracia que en España llamamos democracia, quizá porque nunca hemos conocido un sistema plenamente democrático, quizá porque es lo que tenemos y nos vemos obligados a decirnos a nosotros mismos que España es una democracia.

Puesto que lo importante, lo relevante desde el punto de vista político es la lista. Y las listas las elige el candidato desde el partido. Luego son los partidos políticos los que dirigen la política en España, y nosotros, los ciudadanos, sólo podemos repartir su cuota de poder elección tras elección. El poder reside en los partidos, y por eso tiene tantísima importancia la corrupción asociada a su financiación. El dinero sabe a quién tiene que comprar, y desde luego no es a un diputado que no es más que un lorito de los mensajes del partido en el atril, y que en la comodidad de su escaño no es más que un sumando en las votaciones. No. El poder real está en los partidos, y a ellos se dirigen los fondos de quienes esperan de él tal o cual prebenda.

La partitocracia es tan podrosa que los líderes de los (hasta ahora) dos partidos con posibilidades de obtener el poder regional en la mayor parte de España, son los que elegían, o toleraban, a los candidatos de esas regiones. De modo que ni siquiera la división del poder territorial ha podido moderar el inmenso poder que reside en los partidos.

Asentado sobre esas bases, y con el sistema político español, son los partidos los que controlan no sólo el Parlamento, sino otras instituciones como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional o Radio Televisión Española. Todos los órganos de poder, cuando miran hacia arriba, confluyen en los mismos centros, los partidos políticos.

Habrá quien piense que en eso consiste una democracia. Que los partidos políticos son el instrumento habitual, efectivo incluso, para vehicular el voto ciudadano. Y puede que se pregunte qué otra cosa podemos hacer.

Pero no es así. Hay una alternativa, tan real como que es la que funciona en las mejores democracias del mundo. Se trata de la circunscripción uninominal, o diputado de distrito.

El partido no presenta una lista de candidatos ignotos, de escasa relevancia, y cuya contribución a la política, la que les ha conducido a la lista de elegibles, es su fidelidad al líder del partido. No. Presenta a un único candidato. Un candidato que, a diferencia de los listeros, tiene que bajar la mirada a los ciudadanos, hablarles directamente a ellos, y ganarse, él o ella, su confianza mayoritaria.

Esto supone un cambio fundamental, porque el diputado a quien debe su puesto no es tanto a la designación del partido como al voto de los ciudadanos. El partido le otorga el valor de su propia marca; estará respaldado por el hecho de formar parte de un proyecto más grande, con un conjunto de ideas ya conocido, más el apoyo económico a su candidatura. Pero la reelección no dependerá ya de cómo le mire el líder, sino de cómo le valoren los ciudadanos.

Por eso ocurre en los Estados Unidos, en el Reino Unido o en Francia que los diputados se enfrentan a su propio partido, y votan en ocasiones en contra de sus directrices políticas. Porque saben de quién necesitan renovar el apoyo. Además, cuando la carrera política ya no está en los despachos de los apparatchik, sino en la calle, la calidad de la democracia mejora substancialmente.

Si, además de elegir a los diputados de forma uninominal, es a dos vueltas como en Francia, el sistema tiene otras características, que serán ventajas o no según la preferencia de cada uno; principalmente una: que el voto a los partidos minoritarios tiene sentido. Porque, aunque su candidato no salga elegido, si apoya a un rival más afín obtendrá al menos la atención a las intenciones de sus votantes, si quiere repetir. El envés de esta situación lo hemos visto claramente en aquel país: hay un partido, el Frente Nacional, con una popularidad creciente pero con una fuerte oposición fuera del mismo. Y ha sido expulsado del Parlamento de forma sistemática, y sin reflejar el verdadero sentido del voto de los franceses. Sólo recientemente ha logrado el FN romper ese cerco.

Yo, particularmente, no tengo miedo al bipartidismo si es con un diputado de distrito. Pero resulte o no en la preeminencia de dos partidos, la circunscripción uninominal tiene la ventaja de que favorece la creación de mayorías absolutas. Y esto es muy importante en España, porque aquí el voto de la inmensa mayoría de los españoles cuenta muy poco, pues muchas veces queda pendiente de completar una mayoría con los diputados de un grupo nacionalista e insolidario. No deja de tener gracia que sea la traición del PNV, perdonen el pleonasmo, la que haya hecho saltar por los aires la gran mentira del sistema político español, colocando al frente del gobierno a un hombre que, sencillamente, los españoles no quieren.

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