Mariano Rajoy, que lleva décadas en la política española al más alto nivel, es el oso en la oscura cueva de los sobreentendidos.
Marta Rovira no puede contener las lágrimas tras la decisión de la juez de decretar prisión para Oriol Junqueras y siete ex consejeros de la Generalitat de Cataluña. Llora porque no puede creer lo que está ocurriendo. Y no está sola en esa sensación. Hay millones de españoles, especialmente algunos que lo son a su pesar, que no habían contado con que, al igual que el sol sale por el este y se pone por el oeste, los dirigentes nacionalistas que han subvertido el orden constitucional podrían acabar en la trena. Y sin embargo, de todo lo que pudiéramos imaginar que ocurriese, era con diferencia lo más probable. Es más, cualquier otro resultado entra dentro de lo impensable. ¿Una justicia tomando la decisión de no actuar? ¿Una secesión de Cataluña que expulsase esa parte de España del ordenamiento jurídico? En serio, ¿qué han pensado que podría ocurrir que no fuera lo que estamos viendo?
Y, sin embargo, no sólo quienes se inoculan TV3 sino incluso los mismos protagonistas del secuestro de nuestras instituciones y del intento de rebelión, tenían razones para pensar que les iba a salir gratis. Las instituciones llevan décadas siendo rehenes del proyecto nacionalista. La educación es su principal víctima, pero realmente han ocupado todo el espacio público. Se han saltado las leyes, pero la única respuesta que han recibido son unas cuantas sentencias melancólicas.
El modelo de Jordi Pujol de construcción nacional, que consiste en robar sin mesura y autolegitimarse por medio del nacionalismo, se ha contemplado con impasibilidad desde Madrit. Es más, desde la villa y corte se ha tapado la boca de la justicia para que no pronunciara términos como apropiación indebida, malversación, prevaricación, blanqueo de capitales y casi todo delito económico recogido en el código penal, en una atención a todas luces excesiva con su familia, con sus amigos, y con él mismo.
Los nacionalistas han ido ampliando su poder, entendiendo que el poder siempre va a ser suyo, y con él han ampliado los medios para su chantaje y la base social que les ampara. Era una maquinaria con una eficacia invencible. Todo estaba a la vista y todo se ha permitido. Hasta ahora.
Hemos llamado tabúes de la democracia a un conjunto de sobreentendidos, a unos pactos vergonzantes. No se firman ante una cámara, no se visten con grandes discursos, no son carne de titulares, sino que se musitan en la complicidad de un despacho. Esos sobreentendidos han mojado la pólvora del Estado, han frenado sus automatismos, han creado cercos de impunidad. Y si las palabras atrapan son incapaces de controlar todos sus posibles significados, los silencios cómplices son un feraz terreno para los malentendidos. Y los nacionalistas han creído que nunca se encontrarían una oposición eficaz, que podrían seguir adelante, hasta dar el último y definitivo paso hacia el poder y la corrupción totales. Pero había otro sobreentendido, el de que todo lo que se les ha permitido hasta el momento había que pagarlo con lealtad; una lealtad a la que, en última instancia, han faltado.
Mariano Rajoy, que lleva décadas en la política española al más alto nivel, es el oso en la oscura cueva de los sobreentendidos. Él no ha logrado entender el último embate nacionalista, porque iba a hacer saltar por los aires el statu quo. Y entendía que la vieja política, la de los acuerdos vergonzantes, podría triunfar una vez más. Él, lo ha dicho con claridad, no quería aplicar el artículo 155 de la Constitución, porque ha hecho saltar por los aires esos pactos sin caballeros.
Esto es lo que hay de cierto en las palabras de Pablo Iglesias de que ha estallado el régimen del 78. Y estamos ante una buena noticia.