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Hasta aquí llegó la marea

Publicado en Libertad Digital

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Cataluña no es una colonia ni un país oprimido. Más bien todo lo contrario. 

Hace siete años, a principios de 2010, el tripartito presidido por José Montilla hacía aguas. La crisis económica golpeaba con fuerza, cada día las listas del INEM engrosaban nuevos miles de infortunados, los ministros de Zapatero, noqueados por una crisis que no habían visto venir y que, una vez aquí, no quisieron reconocer hasta muy tarde abandonaban todos los frentes y huían en desbandada. Solo un año más tarde ya habían arrojado la toalla y se disponían a pasar a la Oposición con la esperanza puesta en que la más que presumible bancarrota se la tuvieran que comer los de enfrente.

Pero la bancarrota no sucedió. O no, al menos, como el zapaterismo había previsto. Rajoy cargó la cuenta de los desmanes sobre el sector privado y, tras inmolar a seis millones de trabajadores en el altar de lo público, la economía fue levantando el vuelo después de una abracadabrante devaluación interna que aún padecemos. En Cataluña el proceso fue similar, pero con una diferencia sustancial. Allí los capitostes de la ya difunta CiU vieron el campo abonado para dar salida a su programa máximo. La fruta, pensaban, estaba madura para su recolección. Después de tres décadas fabricando afanosamente un país había llegado el momento. España estaba muerta, quebrada, víctima de sus propios excesos y de una clase gobernante en estampida. 

Así nació el famoso Procés constituent. En la diada de aquel año se entonó el Adiós España y se quemaron banderas españolas y retratos del Rey. Dos meses más tarde Artur Mas hacía su entrada triunfal en el Palacio de la Generalidad. Había cosechado más votos y escaños que Pujol en su último mandato. Aquello era la señal definitiva. En 2012 Mas promovió en el parlamento autonómico una moción para convocar una consulta sobre la independencia. La crisis económica en lugar de remitir se recrudecía, 2012 y 2013 fueron, de hecho, los dos peores ejercicios. Se daba, además, el agravante de que la porquería de treinta años de pujolismo irrestricto rebosaba ya por encima de las tapas de las alcantarillas y era necesario disimularla de algún modo. Todos los elementos estaban colocados en su sitio. Solo había que actuar, aplicar presión en el punto exacto y la soñada independencia se materializaría porque el Estadospañol, cárcel de pueblos, era ya un cascarón vacío.

Desde entonces diada tras diada, después de dos elecciones regionales, de la implosión de CiU y del apartamiento del propio Mas –sacrificado en la pira del mismo procés por los sansculottes de las CUP– nada ha salido como preveían. El mapa político catalán, que ya no es el oasis que ahora añoran muchos, se ha convertido en un avispero que desde fuera se asemeja más a un sainete con sus desfiles de antorchas, sus enragés tatuados, sus souvenirs patrióticos made in China, sus esteladas gigantes, sus butifarradas populares, sus cadenas humanas de 400 kilómetros de longitud, sus Rufianes y su monja Forcades, una benedictina exclaustrada, experta en teología feminista (sic) y miembro de número de la academia antivacunas.

Algo así no se lo podían tomar demasiado en serio en los highlanders secos y adustos de las dos Castillas. En Moncloa tampoco. Y es exactamente lo que hicieron, dejar que Mas y su sucesor se cociesen a gusto en el mismo guiso que ellos habían preparado. Resultó que el Estadospañol, cárcel de pueblos, tal vez era un cascarón, pero no estaba tan vacío como pensaban. Resultó que para ciertas cosas más que montar un circo lo que hace falta es jugársela, pero hacerlo de verdad, enfrentando la cárcel y lo que haga falta. Y para eso, claro, los señoritos de los barrios altos, de la Diagonal para arriba, no estaban por la labor.

Para eso también hace falta contar con un apoyo unánime entre la población. No es el caso de Cataluña. La mitad de los catalanes simplemente no quiere ni oír hablar de la independencia. Visto lo visto quiere aún menos. Ese es el elefante en mitad de la habitación que se niegan a mirar a los ojos. Las elecciones de 2015, las terceras desde que arrancó el procés, dejaron un alarmante dato para los apóstoles soberanistas: el segundo, el tercero, el cuarto y el quinto partido más votados no están a favor de la hoja de ruta secesionista trazada desde la Generalidad. El referéndum, de producirse, se les podría indigestar. Eso es algo que ya descuentan aunque, metidos como están en esta enloquecida vorágine, es a lo único a lo que no pueden renunciar.

La pleamar de la diada de 2010 con su carnaval cuatribarrado ha dejado cuantiosas víctimas y nos ha dado de que hablar a todos, pero hace tiempo que retrocede. Cataluña no es una colonia ni un país oprimido. Más bien todo lo contrario. Rajoy gobierna gracias al apoyo de un partido catalán pero no nacionalista. Ahora, como siempre sucedió en Cataluña, pagarán el pato los tontos que no supieron reubicarse a tiempo. Los listos sobrevivirán. En estos momentos están repartiendo los papeles.

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