"El ocaso del campo bravo". Con este significativo título, Vicente Zabala de la Serna publicaba hace unos días en El Mundo un desolador artículo sobre las dificultades que las ganaderías de toros para lidia sufren desde que comenzó la crisis. Los años de la burbuja también llegaron a la Fiesta Nacional, con ayuntamientos y promotores peleándose por llevar a las figuras a cualquier pueblo perdido y cientos de festejos que sólo se justificaban gracias a la subvención pública. Ahora, llega el momento de apretarse el cinturón y se cuentan por decenas los hierros históricos que han cerrado o sufren cada mes por mantenerse en pie.
A corto plazo, es evidente que el panorama para los ganaderos de bravo no es nada halagüeño. Pero para cualquier economista, si toma una perspectiva temporal algo más amplia, la historia del toro de lidia es un relato de éxito. Probablemente no hay en toda Europa ningún otro gran mamífero no domesticado que disfrute de la situación de las reses españolas: ningún riesgo de extinción de la raza, siguen viviendo en su hábitat natural, no son necesarias excepcionales medidas de protección para evitar su caza, ni se han tenido que crear reservas para protegerle durante su proceso de reproducción. Más allá de lo que cada uno opine sobre el espectáculo en sí, en términos de sostenibilidad (esa palabreja tan de moda), hay pocos ejemplos mejores en el Viejo Continente.
El pasado sábado, nuestra compañera Miriam Muro publicaba un cuidado reportaje sobre Pedro Medrano y la Asociación Forestal de Soria, una iniciativa pionera en el campo español dirigida a recuperar los terrenos comunales para sus antiguos dueños. La idea es tan simple como revolucionaria: privatizar el monte (a través de la propiedad colectiva) y sacarle rendimiento económico, con el objetivo de proteger ese entorno y dinamizar un medio rural que muere un poquito cada día víctima de la despoblación y la falta de oportunidades. Y para los escépticos, un apunte: está funcionando.
Un día antes de que saliera a la luz el artículo de Zabala, era The Economist el que publicaba un interesante reportaje sobre la situación de los océanos: "La tragedia del mar" (con versión ampliada, de tres páginas, en la edición impresa). El semanario británico se preguntaba qué puede hacerse para evitar la progresiva degradación del medio marítimo, especialmente en lo que hace referencia al mantenimiento de determinadas especies. Por poner sólo un ejemplo, los autores apuntan a que los estudios independientes calculan que "desde 1950, el número de ejemplares de algunas de las grandes especies (como atún, pez espada o aguja) ha caído alrededor del 90%".
Los anteriores ejemplos son tres aproximaciones muy diferentes a un mismo problema (la gestión de los recursos naturales), pero al mismo tiempo todos apuntan en la misma dirección: para que alguien se preocupe de algo, lo mejor es que ese algo sea de ese alguien. Eso sí, en este tema es más fácil ver el problema que acertar con la solución.
En lo que tiene que ver con la propiedad de la tierra y el aprovechamiento de la naturaleza, los defensores del libre mercado han incurrido históricamente en dos grandes errores. El primero ha sido la asociación de propiedad privada y propiedad individual. En esto ha tenido mucho que ver la conocida como tragedia de los comunes. La gestión de los bienes comunales no es sencilla, por no hablar de los bienes públicos, esos que se supone que son de todos y que, por no ser de nadie, acaban siendo sobreexplotados (como el mar), arrasados (como algunas especies supuestamente protegidas) o descuidados. De hecho, los países comunistas han sido precisamente los más devastadores para su propio entorno, precisamente por la falta de derechos de propiedad. En este sentido, es curioso que en la sociedad se haya instalado la idea de un capitalismo depredador de recursos naturales, cuando han sido los países más intervencionistas, de la URSS a Corea del Norte, los que con más denuedo han dañado el medio ambiente.
Pero que la gestión de la propiedad comunal sea diferente no implica que no sea perfectamente eficiente en determinados casos, como prueba el experimento de Medrano en Soria. Elinor Ostrom, la premio Nobel de 2009 conocida especialmente por sus estudios sobre el tema, estableció varias normas para lograr el éxito en la tarea: límites definidos, acuerdos colectivos, control efectivo, sanciones rápidas para los incumplidores, mecanismos sencillos de resolución de conflictos,… No es fácil, pero sí posible y, en muchas ocasiones, mucho más eficiente que cualquier otra alternativa.
El segundo equívoco reside en asociar propiedad privada y aprovechamiento inmediato de los recursos o empresarialidad. De nuevo, aunque probablemente sería la opción mayoritaria, no tiene por qué ser exclusiva. Así, cuando se habla de privatizar un bosque, la imagen que llega rápidamente a la cabeza es la de una gran maderera que se pondrá a talar todo lo que haya a su alcance. Es un doble error: primero, porque precisamente esta empresa será la más interesada en que su bosque sea sostenible. No es casual que la superficie boscosa en Europa haya crecido en las últimas décadas: sólo entre 1990 y 2005 pasó de 180,3 a 192,6 millones de hectáreas.
Pero, además, es que nadie obliga a que el propietario tenga un interés económico directo. En EEUU, algunas de sus organizaciones de conservación del medio ambiente ya lo están aprendiendo. Por eso, poco a poco, algunos ambientalistas han llegado a la conclusión de que si quieren proteger los terrenos de cría de una especie de aves o el hábitat de un insecto o simplemente un paisaje autóctono lo mejor, es simplemente, comprarlo. Y es una opción tan legítima y en cierto sentido eficiente como la de la maderera. Si un grupo valora (sea con el criterio que sea) un entorno, quiere mantenerlo intacto y paga por ello, no hay nada que la economía tenga que decir a eso.
Nada de esto es sencillo. Incluso, puede que el ser humano no haya creado todavía la tecnología que permita privatizar un pedazo de océano o un ejemplar de ballena. Pero sin duda, tener la posibilidad de aprovecharse de ello sería un enorme incentivo para los posiblesinventores.
También hay que asumir que, en determinados casos, la privatización directa y completa podría ser políticamente imposible, por muchas circunstancias (por ejemplo, seguramente, la mayoría de la población no querría que el Estado dejase de ser el propietario de sus parques naturales). Por eso, lo que se necesitan son soluciones imaginativas. Para terrenos especialmente valiosos que la sociedad quiera mantener en unas determinadas condiciones, se podría optar por concesiones a largo plazo asociadas a determinadas obligaciones. Ya existen algunos ejemplos. Imaginemos un parque natural que se le entrega a una empresa o una ONG durante medio siglo con una serie de requisitos: a cambio de mantener la flora y fauna y hacer estudios ambientales, podría organizar excursiones turísticas con un límite de visitantes al año.
No hay que olvidar que la población rural en España pasó de representar de casi el 21% del total en 1990 a menos del 18% en 2008. Y en los pueblos, el porcentaje de los mayores de 65 años supera el 22%, mientras que en las ciudades está alrededor del 15%. Es decir, que el medio rural pierde habitantes y los que quedan son más viejos. Es el eterno problema de la despoblación. Quizás, para evitarlo, una de las soluciones sea retar al dicho y ponerle, de una vez, puertas y vallas y cercas al campo.