No desconfío de mi banquero. Entiendo que los últimos escándalos financieros de Madoff, Lehman o Bear Stearns susciten desconfianza generalizada en los bancos y sus gestores. Sin embargo, los banqueros son como los zapateros, los vendemantas o cualquier otro profesional. Los hay buenos y malos; listos y tontos; honestos y deshonestos. Quien tenga su dinero en un banco cantonal suizo puede estar mucho más tranquilo que quien lo tenga en un banco español y quien tenga sus ahorros en ciertos bancos españoles con gestores profesionales y prudentes puede estar bastante más relajado que quien lo tenga en la mayoría de las cajas de ahorro manejadas por imprudentes e incompetentes comisarios políticos. De hecho, uno de los aspectos positivos de esta crisis es que los clientes del sector bancario podrían dejar de meter, como han hecho de unos años a esta parte, a todos los bancos en el mismo saco y empiecen a separar el trigo de la abundante paja.
En la medida que su banquero tenga bastantes fondos propios que le permitan atender a caídas en el valor de su activo, se haya dedicado a otorgar crédito a quien demostraba tenerlo, y no al primero que pasara por delante o a los designados políticamente, y haya calzado los plazos de los pagos comprometidos y los cobros esperados en lugar de coger el dinero del depositante, que lo quiere tener a la vista, para prestarlo para el desarrollo de inversiones que madurarán en muchos años, el banco que gestiona no tendría por qué tener dificultades.
En general, los escándalos y batacazos del sector bancario no se deben a que sus gestores se hayan vuelto inmorales de la noche a la mañana. Los banqueros siguen siendo los mismos que cuando meses atrás eran alabados. El problema es de diseño institucional. Se le ha dado un privilegio a la banca para coger fondos a muy corto plazo (incluso a la vista) y colocarlos en inversiones a largo plazo como las inmobiliarias aprovechándose de las diferencias de tipos en el mercado a corto plazo (más bajos) y en el mercado a largo plazo (más elevados), descalzando así los plazos. Los depositantes creen –con razón– que su dinero está en el banco, cuando la realidad es que el banquero lo ha prestado, autorizado por el legislador, a largo plazo. Por otro lado, se permite al sector que tenga apenas un 9% de fondos propios sobre el pasivo total, con lo que una caída del 9% en el valor de los activos del banco le sitúan en quiebra. Para colmo, una buena parte de los créditos son concedidos sin ton ni son debido a esa idea tan típicamente socialista según la cual todo el mundo tiene derecho a acceder al crédito. Así se crearon las hipotecas subprime mediante la Ley de Reinversión Comunitaria de Jimmy Carter.
El bancario ha sido y seguirá siendo un negocio necesario para el progreso de la sociedad. La principal función del banquero es identificar quién tiene crédito para reconocérselo. El banco sólido coloca los recursos ahorrados por unos ciudadanos (que no desean disponer a la vista) en manos de otros capaces de generar flujos que permitan pagar a tiempo los intereses necesarios para sostener ese ahorro. Lo que la banca no puede hacer, por mucho que se empeñen los políticos, es dar crédito a quien no lo tiene.
Si queremos que la confianza en nuestros banqueros no dependa sólo de la observancia de las prudentes prácticas tradicionales de esta profesión, habría que cambiar el diseño institucional del sistema financiero para impedir el arbitraje ilícito de plazos, que lo que el cliente piensa que es su depósito sea invertido y que los políticos obliguen a dar crédito a quien no lo tiene. Desafortunadamente uno puede desconfiar con razonable seguridad de que los políticos hagan algo tan razonable.