Los estadounidenses están hartos de gente como Hillary Clinton, que lleva desde tiempos de Nixon politiqueando alegremente.
Llevan los demócratas varias jornadas de luto, rasgándose los camisones y con barba de tres días, como en los funerales gitanos, a cuenta del fiasco electoral del martes pasado. Todos daban a Hillary como ganadora, como primera presidenta de los Estados Unidos, y al final fue que no, que tendrán que esperar como mínimo cuatro años, que podrían ser más porque históricamente los ciclos republicanos suelen ser más largos que los demócratas.
El clamor unánime es que Hillary no ha ganado por ser mujer. Un llanto tan previsible que hasta da pereza glosarlo. El propio presidente Obama se unió al coro de gimoteantes almas en pena ya en los últimos días de la campaña, cuando en un mitin poco antes de las elecciones insinuó que todos conocían las razones por las que EEUU no tenía una presidenta. Lo de la misoginia latente en la sociedad americana fue un recurso muy amplia e intensamente explotado durante la campaña. No hubo comentarista que no sacase una o varias veces de paseo el sexo de la candidata demócrata, como si eso quitase o pusiese algo en el debate. Curiosamente acusaban de sexismo a los republicanos cuando eran ellos los que lo practicaban del modo más desvergonzado. La clásica técnica izquierdista de cargar sobre los demás los propios pecados.
Hillary no se privó, claro, y desde el verano hizo de su condición de “primera presidenta” in pectore un asunto de capital importancia, como si en las elecciones se despachase eso y no otras cuestiones de mayor enjundia para el contribuyente. Estaba, en realidad, calcando la estrategia de Obama en las presidenciales de 2008, cuando el hecho de que fuese negro –o, para el caso, mulato– se convirtió en tótem y en un mensaje electoral en sí mismo. No es casual que, para la noche electoral, el equipo de Hillary escogiese el Centro de Convenciones Javits de Nueva York, un imponente edificio hecho enteramente de cristal en la Undécima Avenida a solo unos metros del río Hudson. Quería cantar victoria allí mismo, debajo de un techo de cristal para escenificar la ruptura de ese mismo techo que las feministas denuncian desde hace décadas.
Toda esa preciosa y cristalera metáfora se vino abajo mediada la madrugada del miércoles, cuando un puñado de Estados le dio la victoria a su oponente. Entonces se pasó a la segunda fase: ocultar los muchos errores de la candidata demócrata y facturárselo todo al machismo americano, que existir existe, pero que no es el móvil de la derrota de Clinton. Todo con el lloriqueo de rigor, que estas causas sin lágrima parece que son menos. De tanto insistir en la historia al final ha quedado la duda en el aire. ¿Ha perdido las elecciones Hillary Clinton por ser mujer?
Obviamente no. Hillary perdió por un cúmulo de circunstancias, tantas que podría escribirse un ensayo. Era una candidata pésima desde el principio. Antipática y arrogante, glacial en el trato, con menos carisma que un estropajo, metida en años y con la salud en entredicho. Pero todos esos serían defectos menores al lado de lo que traía en el zurrón. No es que tenga muertos en el armario, es que los cadáveres no le dejan ni cerrar las puertas. Toda su campaña, además, la centró en su rival, que es lo que siempre han hecho los perdedores, los inseguros y los malos amantes.
El “votadme a mí porque si no vendrá él” se convirtió en el pilar único de sus soflamas mitineras en las que, una vez lapidado a improperios el candidato republicano, la emprendía con sus votantes. Muchos yanquis percibían a Trump como algo malo pero inédito, mientras que ella era el mal cuya receta todos han paladeado. Y, ojo, no siempre se escoge lo malo conocido, a veces, cuando el hartazgo es máximo, los votantes se entregan al descubrimiento de novedades. Trump representaba la novedad. Lo que no supimos ver desde fuera es que los norteamericanos estaban tan hartos.
¿Y de qué están hartos exactamente? Pues de gente como Hillary Clinton, que lleva desde tiempos de Nixon politiqueando alegremente, haciendo y deshaciendo a su antojo, amontonando secretos inconfesables y diciendo a los demás lo que tienen que pensar, lo que tienen que hacer, lo que tienen que comer y cómo se tienen que comportar. El fracaso de Hillary es, como bien apuntaba el jueves en estas mismas páginas Jorge Vilches, el responso final de la socialdemocracia ingenieril de posguerra. De haber sido otro el candidato, Bernie Sanders por ejemplo, hubiesen tenido una opción, pero no con Hillary. Es la última de su especie, lo que en absoluto significa que lo venga vaya a ser mejor.