El ingreso mínimo vital ha de estar sujeto a una muy estricta condicionalidad para que su naturaleza no se desvirtúe.
Un ingreso mínimo vital no es una renta básica. Mientras que la renta básica es universal e incondicional —es decir, la cobra todo el mundo sin ninguna exigencia a cambio—, el ingreso mínimo vital es —o debería ser— selectivo y condicional: tan solo lo cobran aquellas personas en situación de extrema necesidad y siempre que acepten seguir un itinerario que les permita reincorporarse a las fuerzas productivas de la sociedad. O dicho de otra forma: mientras que la renta básica se dirige a institucionalizar el parasitismo y romper la cooperación social, el ingreso mínimo vital busca —o debería buscar— restablecer esa cooperación social entre aquellos que se hallan transitoriamente incapacitados para ello.
Ahora bien, la promoción gubernamental de un ingreso mínimo vital puede terminar malbaratando esa cooperación social a menos que se respeten tres principios generales que, de momento, dista de estar claro que vayan a respetarse en el diseño e implementación de este programa por parte del Gobierno PSOE-Podemos (de hecho, parte de la trifulca interna entre Escrivá e Iglesias se debe a si esos principios deben socavarse más o menos).
Primero, el ingreso mínimo vital ha de estar sujeto, como ya hemos indicado, a una muy estricta condicionalidad para que su naturaleza no se desvirtúe. El receptor del mismo no solo ha de estar dispuesto a aceptar aquellos empleos que se le ofrezcan (so pena de verse privado de la transferencia estatal), sino que ha de estar disponible para someterse a un reciclaje formativo que incremente su empleabilidad. El ingreso mínimo vital no debe actuar como incentivo para que sus beneficiarios queden atrapados en una trampa de pobreza subsidiada, sino que debe configurarse de tal manera que les impulse a escapar de la misma. El derecho a percibirlo nunca (absolutamente nunca) ha de desvincularse del deber de poner todos los medios a su alcance para dejar de cobrarlo.
Segundo, el ingreso mínimo vital ha de ir vinculado a la supresión de todas aquellas trabas estatales —en forma de regulaciones y de fiscalidad voraz— que impiden que los ciudadanos puedan prosperar por sí solos: no tiene ningún sentido que el Estado te rompa las piernas para luego darte una muleta. Su cometido no debería ser paliar la pobreza que genera el intervencionismo estatal, sino constituir una red de seguridad subsidiaria y de ultimísimo recurso (en ausencia genuina de alternativas) dentro de una sociedad y una economía libres. De manera más general, la implantación de este tipo de programas no debería alterar los fines últimos de las políticas económicas: el objetivo del Gobierno para con la economía no ha de ser el de reducir la pobreza con redistribución de la renta, sino el de minimizar la pobreza con crecimiento económico inclusivo. No hemos de aceptar la falsa premisa de que el tamaño de la tarta está dado y de que, por tanto, solo debemos ocuparnos de repartir más equitativamente sus porciones, sino que hemos de buscar seguir incrementando el tamaño de esa tarta (y de sus porciones) para todos. Una política económica exitosa no es aquella que consigue que muchos ciudadanos perciban el ingreso mínimo vital, sino aquella que logra que ninguno de ellos lo necesite.
Y tercero, el ingreso mínimo vital no ha de financiarse ni con más endeudamiento público —el cual solo compromete la solvencia futura del Estado— ni con mayores subidas de impuestos —las cuales únicamente contribuyen a pauperizar la sociedad y, por tanto, a reducir el tamaño de la tarta— sino en todo caso mediante recortes de otras partidas de gasto público menos importantes. De acuerdo con la estimación que hizo la AIReF estando presidida por el propio Escrivá, el coste neto del ingreso mínimo vital ascendería a unos 3.500 millones de euros al año, esto es, menos del 0,3% del PIB español. A un Estado que gasta cada año alrededor del 41% del PIB, no debería serle demasiado complicado encontrar partidas que suprimir para así poder priorizar aquellas otras que se no dicen más urgentes.
En definitiva, el ingreso mínimo vital podría constituir una reconfiguración positiva del modelo actual de Estado providente, pero para ello no debería convertirse en un cheque en blanco dirigido a consolidar bolsas de pobreza y de dependientes a costa de rapiñar la riqueza que genera el resto de la sociedad. Al contrario, debería ser un puente para que sus receptores se sumen nuevamente a ese proceso social de generación de riqueza.