Sin duda muchos se alegrarán, pero la realidad es que resulta un tanto inquietante este reforzamiento del nefasto papel del Estado como agente con la capacidad de decidir qué es cultura y qué no lo es. Y más todavía si tenemos en cuenta los antecedentes de este tipo de políticas. El primer Gobierno del mundo que se otorgó esta potestad fue el del muy autoritario Bismarck. En 1871, el "Canciller de Hierro" creó el Kulturkampf (Impulso cultural).
Se trata de un modelo que después mejoraría Hitler con el primer Ministerio de Cultura, y Lenin con las casas de cultura. El modelo se suaviza algo con la creación del primer ministerio occidental de este tipo por un generalote francés apellidado De Gaulle, quien pone al frente del invento a un André Malraux que había sido la estrella de un "Congreso por la Defensa de la Cultura" organizado por la KGB. Por supuesto, todos los departamentos de este tipo existentes en la actualidad están copiados del galo, que a su vez bebe de los anteriores.
Y si esto ya de por sí es malo, los efectos visibles de la decisión tomada ahora en Alemania también son nocivos para ese país y para todos aquellos en los que se le imite. Ya tenemos un sector más en el que muchas personas vivirán a costa de los ciudadanos. Si consideramos las empresas de videojuegos como parte de la industria cultural, habrá que otorgarle los mismos privilegios que al resto del sector. Y estos pueden ser varios. En España se podría traducir en subvenciones a mansalva, con lo que nacería toda una constelación de creadoras de productos de mala calidad que apenas tendrían ventas, pero vivirían del dinero ajeno salido de los impuestos. O podría dar pie a un precio fijo que los vendedores apenas podrían modificar, como ocurre con los libros. Incluso podrían modificar la Ley de Propiedad Intelectual para incluir a los desarrolladores y editores de videojuegos entre los beneficiarios del canon digital.
No vamos a negar la calidad cultural de algunos videojuegos. Las bandas sonoras, la calidad de los gráficos o las tramas argumentativas de ciertos títulos los convierten en auténticas obras de arte. Pero eso sólo se puede aplicar a algunos. Otros están a años luz de merecer tal consideración. Lo mismo ocurre con los libros, las películas o las canciones. En cualquier caso, en todos estos tipos de obras son los ciudadanos, y nunca los políticos, quienes deben otorgarle, o no, la categoría de cultura. Es una mala noticia que, una vez más, los estados hayan aumentado sus prerrogativas, también en este terreno.