También ocurrió con la Revolución de Asturias de 1934, como reacción contra la entrada de tres ministros de la CEDA en el Gobierno de Lerroux.
‘Izquierda’ es un término político amplio y ambiguo, pero podemos agrupar bajo semejante paraguas a todas aquellas corrientes ideológicas preocupadas centralmente por la igualdad. Desde esta óptica, la izquierda solo debería poder ser demócrata: a la postre, la democracia es el sistema donde el poder político está distribuido en términos estrictamente igualitarios (un hombre, un voto) y, por tanto, es un sistema donde el poder político está distribuido en unos términos consustanciales al pensamiento izquierdista. Y, ciertamente, todos los históricos líderes de izquierdas han proclamado ser encendidos defensores de la democracia en sus muy diversas variantes.
Sin embargo, a la hora de la verdad, la izquierda mantiene una relación tensa y conflictiva con la democracia: no en vano, un genuino demócrata deberíalimitarse a aceptar neutralmente el dictamen del ‘demos’, es decir, que aquellas decisiones que cuenten con el apoyo mayoritario de los ciudadanos —en su cualidad de equisoberanos del poder político— deberían a su vez contar con el apoyo de la izquierda sin mayor contestación. Pero no es eso lo que suele suceder en esencia, por dos razones presuntamente entrelazadas.
Por un lado, la izquierda no solo impulsa una distribución igualitaria del poder político (democracia) sino también la distribución igualitaria de otros elementos sociales y económicos (oportunidades, capacidades, bienes sociales primarios, medios de producción, etc.). Ahora bien, cuando los ciudadanos votan en democracia, no necesariamente lo hacen para promover esa agenda igualitaria de la izquierda: las preferencias políticas de las personas pueden ser neutrales, o incluso opuestas, a una distribución igualitaria de tales bienes sociales y económicos: en tal caso, surgirá necesariamente una tensión dentro del pensamiento izquierdista.
“¿Concedemos más importancia a la distribución igualitaria del poder político aun cuando ello implique convalidar la desigualdad económica y social o, en cambio, primamos la lucha contra la desigualdad económico-social aun cuando ello implique oponernos a los resultados democráticos?”. Nótese que, dentro de una lógica política puramente igualitarista, no existe necesariamente una preferencia fuerte por ninguna de estas dos alternativas: tanto puede abrazarse un antiigualitarismo democrático como un igualitarismo antidemocrático.
Con todo, en muchos casos la balanza de la izquierda sí se inclina a favor del igualitarismo antidemocrático a causa de la segunda de las razones que le llevan a mantener una relación tensa con la democracia: en particular, los ciudadanos votan con un nivel de formación y de información que puede no ser el adecuado para hacerlo de manera diligente, en especial cuando su grado de formación y de información viene determinado por un sistema socioeconómico desigualitario que consecuentemente puede alienar a cada ciudadano de sus verdaderos intereses.
Es decir, que la gente vota mal cuando no vota por la izquierda porque ha sido adoctrinada por el sistema en el antiizquierdismo: de ahí que, hasta que no haya una profunda revolución política que transforme de raíz las estructuras socioeconómicas de la comunidad para así inculcar a sus miembros un ideario virtuoso y prosocial, la democracia no arrojará resultados que reflejen los auténticos intereses de los ciudadanos y, por tanto, tales resultados tampoco merecerán ser respetados por aquellos que aboguen por el reparto igualitario del poder político (a propósito, no es que la derecha, por otros motivos, no mantenga también una relación conflictiva con la democracia, pero ya vimos que los instintos autoritarios de la izquierda son, en contra del imaginario colectivo, tan intensos como los de la derecha).
Esta indudable tensión entre izquierda y democracia la hemos vivido en innumerables ocasiones a lo largo de la historia. Así sucedió en la misma génesis del término ‘izquierda’, durante la Revolución Francesa, cuando las hordas populares de los ‘sans culottes’, alentadas por el extremismo jacobino, rodearon en junio de 1793 la Convención Nacional y forzaron la expulsión de 29 diputados girondinos para así otorgar el control de la asamblea al jacobinismo. Asimismo, sucedió durante el golpe de Estado leninista contra el Gobierno democrático de Kerensky en la Revolución de Octubre de 1917.
Ocurrió también en España con la Revolución de Asturias de 1934, como reacción contra la entrada de tres ministros de la CEDA en el nuevo Gobierno de Lerroux. Y ha vuelto a suceder más recientemente, aunque de un modo muchísimo más contenido de momento, con los movimientos de Rodea el Congreso en 2012 contra la mayoría absoluta de Rajoy o con la alerta antifascista contra el Parlamento andaluz por el apoyo de 12 diputados voxistas a favor de Moreno Bonilla.
Todos estos, y muchos otros, episodios ilustran las fuertes tensiones que la izquierda siente hacia la democracia: pese a que, como decimos, sea consustancial al pensamiento de izquierdas defender un reparto igualitario del poder político (defender la democracia), cuando ese reparto igualitario no se sustancia en políticas de izquierdas (cuando los votantes no apoyan a la izquierda), entonces la propia izquierda siente un poderoso impulso de rebelarse contra la democracia. Lo hemos visto en los últimos días y, mucho me temo, lo veremos con muchísima más intensidad si ‘las derechas’ continúan arrebatando esferas de poder a ‘las izquierdas’.