En 1998, cuando Hugo Chávez llegó al poder, la renta per cápita venezolana era de 1.809 bolívares; en 2012, cerró en 2.024 bolívares equivalentes (eliminando el efecto de la inflación). Así pues, la era Chávez, ese paradigma del socialismo del s. XXI, se ha saldado con un crecimiento de la renta real por ciudadano del 0,8% anual. Durante ese mismo período, otras economías menos glamurosamente bolivarianas han crecido entre tres y cuatro veces más: Chile lo ha hecho al 2,8%, Colombia al 2,2%, Perú al 3,6% y Uruguay al 2,3%. Si efectuamos la comparativa en dólares internacionales, Venezuela tenía en 1998 una renta per cápita similar a la chilena y a la uruguaya, al tiempo que casi duplicaba la peruana y la colombiana; hoy, la renta chilena es un 50% superior a la venezolana y la uruguaya la supera en un 20%, mientras que la peruana y la colombiana sólo se hallan ya un 20% por debajo. Acaso alguien crea que medir los logros de estos países por tan crematísticas magnitudes resulta parcial e injusto, pero lo cierto es que la mejora de todos los restantes indicadores sociales (pobreza, alfabetización, esperanza de vida, mortandad infantil, salubridad, etc.) que obviamente han tenido lugar se retrotraen en el fondo a tan singular hecho: sus ciudadanos son más ricos y, como son más ricos, viven mejor en sus muy variadas facetas.
Sucede, sin embargo, que el crecimiento de Venezuela, a diferencia de los otros cuatro países, se ha producido a lomos del pelotazo petrolero, es decir, de los muy extraordinarios ingresos derivados de sus exportaciones de crudo. Merced al estallido de los precios del oro negro (que se han multiplicado por más de diez desde 1998), los ingresos netos del país a cuenta de su exportación se dispararon durante los gobiernos de Chávez hasta cotas jamás vistas. En 2006, por ejemplo, equivalían al 40% del PIB, lo que hubiese permitido repartir un cheque de 4.500 dólares internacionales a cada venezolano. Un notable empujoncito del que no han disfrutado ni Chile, ni Perú, ni Uruguay (Colombia, en cambio, cuenta con unos ingresos netos por crudo inferiores al 8% del PIB). Difícil, pues, que creciendo América Latina a las mayores tasas del último medio siglo y contando con unas regalías petroleras propias de un emirato árabe, el nivel de vida de los venezolanos no haya experimentado una cierta mejora en estos catorce años a pesar de las disparatadas y bravuconas intervenciones del neosocialista régimen populista bolivariano.
Mas el verdadero fracaso de la política económica chavista no debería medirse por los diferenciales de renta per cápita con sus vecinos, sino por cómo el hiperintervencionista modelo bolivariano ha socavado las bases de la prosperidad futura de los venezolanos. Lejos de tratar de capitalizar las superlativas rentas petroleras en agrandar el patrimonio privado de los ciudadanos, Chávez optó por crear un Estado asistencial de cuyas dádivas dependiera el precario bienestar de esos ciudadanos: no buscó propietarios sino siervos de la gleba. Así, mientras que en estos catorce años el peso del sector público se ha mantenido estable en Chile (23% del PIB), Colombia (28%), Perú (19%) y Uruguay (33%), en Venezuela ha pasado del 28% del PIB en 1998 al 44% en 2012: o dicho de otro modo, mientras que el más acelerado crecimiento de la renta per cápita de los países no bolivarianos se ha quedado en los bolsillos y patrimonios de sus familias y empresas, en la república chavista casi la mitad de esa renta la ha terminado manejando el Estado. En este sentido, su tridente confiscatorio con el que ha fustigado a los venezolanos en aras de un Gobierno gigantesco han sido las nacionalizaciones (el famoso exprópiese), los elevados impuestos (la presión fiscal ha aumentado un 50% con respecto a 1998) y la absolutamente disparatada inflación (el IPC ha aumentado un 2.000% y el bolívar ha perdido más del 75% de su valor frente al dólar).
A diferencia de Chile o Perú, Venezuela no ha visto cómo su clase media se agrandaba y enriquecía, logrando así una mayor autonomía personal y financiera. Por el contrario, lo único que ha engordado Chávez ha sido un todopoderoso Estado cuyo propósito esencial era evitar la promoción social y económica de sus ciudadanos dentro del mercado para perpetuar su poder merced a sus redes clientelares dentro del Estado. En el fondo, pues, el socialismo del s. XXI no se diferencia tanto del socialismo del s. XX: ambos ambicionan construir un Estado que lo cope todo sobre los cimientos de la rapiña universal de una población pauperizada y dependiente de las migajas que éste tenga a bien repartirles.
A estas alturas, por consiguiente, el auténtico cambio económico necesita Venezuela tras la muerte de Chávez no es tanto que el país crezca unas décimas más que Perú o Colombia, sino que los frutos de esa expansiva creación de riqueza redunden en una sociedad más libre y más autónoma de un Estado con orwelliana vocación fagocitadora. Desde 1998, las rentas del petróleo y el saqueo de la acosada clase media se han dirigido en esencia a reforzar sus estructuras de control económico y social, en erigir una autocracia del petrobolívar y del exprópiese. Ojalá que, tras década y media, las cosas comiencen a cambiar y Venezuela cambie de rumbo para terminar convirtiéndose en otro Chile (o en otra Suiza, Nueva Zelanda o Singapur) y no en otra Cuba.