De todos es sabido que la Comisión Europea no sirve para gran cosa. Los comisarios se reúnen de tanto en tanto, se hacen unas fotos y entre una cosa y la otra gastan a placer el dinero que los demás les entregamos con tanta alegría como inconsciencia. Pues bien, dentro de ese ocio tan bien retribuido la Comisión nos sorprende a veces con algo que merece la pena leer. Por ejemplo, el informe sobre el Empleo en Europa del año pasado. Sus conclusiones, si lo miramos por encima, vienen a ser la confirmación de lo que aquí, en Libertad Digital, repetimos a diario. Esto es, que la economía europea no crea empleo ni queriendo, que el mercado laboral está esclerotizado por una regulación asfixiante y que, si no cambia la cosa, lo de la madre de Marco no va a ser cosa del pasado sino de un futuro que se antoja muy cercano.
La sorprendente excepción a esa regla no escrita que dice “esto es un desastre” es la Comunidad de Madrid, una pequeña región enclavada en medio de ningún sitio y a la que todo el mundo se refiere en términos despectivos. El informe es concluyente; entre 1995 y 2004 en Madrid se han creado 756.200 puestos de trabajo, es decir, que la población ocupada ha crecido un 45% en menos de una década. Allá por 1995, año en que encontraron a Roldán en Laos, en Madrid trabajaban 1.688.300 personas. En 2004, año en que el partido de Roldán volvió al poder, esa cifra era ya de 2.444.500 personas. Casi nada. Para los que tengan alergia a los números eso quiere decir que, en nueve años, en Madrid se ha creado más empleo que en Alemania, Dinamarca, Suecia y Finlandia juntas, cuatro veces más que en Grecia o más del doble que en Bélgica. Así seguro que lo entienden mejor.
El mito, perpetuado por la legión de envidiosos de siempre, dice que Madrid no ha pasado jamás de ser una Corte holgazana poblada por un sinnúmero de funcionarios, covachuelistas y personajes que viven del sable. Quizá por eso el informe de la Comisión ha pasado desapercibido. Porque si, por ejemplo, llega a ser el País Vasco, y no digamos ya Cataluña, la que presentase semejantes datos el radioescucha habitual de la SER se los sabría ya de memoria y los escolares normalizados entonarían las cifras en verso antes de empezar la clase. En esto, muy a nuestro pesar, hemos de doblar la rodilla ante las habilidades propagandísticas del nacionalismo y su contrapartida, la nula capacidad de comunicación de los que en Madrid gobiernan. Porque, digo yo, que casi un millón de personas se pongan a trabajar en nueve años es motivo suficiente para hinchar el pecho. ¿O no?
En algún lado he leído que lo de Madrid es un milagro. La capital del reino no posee nada especial que de primeras lleve a pensar que es una ciudad próspera. No tiene puerto, el río que la atraviesa no pasa de ser un andrajo de agua, las fronteras están lejísimos y para llegar por tierra hay que atravesar el inmenso desierto humano en que se han convertido las dos Castillas. ¿Dónde está el secreto? A mi entender, el éxito de Madrid está en los casi seis millones de almas que pueblan su Comunidad y en lo sensato que ha acostumbrado a ser su Gobierno autonómico. En la tierra de Cervantes no hay más sentimiento de pertenencia que el de ser de dónde uno quiera. Y eso ya es suficiente, el resto viene sólo. Vacunados contra el virus del aldeanismo paleto, los madrileños han recorrido la mitad de un camino que otras regiones mucho más favorecidas aun ni han empezado a andar. En cuanto al Gobierno, aunque no mucho, algo ha tenido que ver en ello. Desde la Puerta del Sol ciertamente se incordia, pero poco en comparación con cualquiera de los taifatos que salpican nuestra geografía. Los dos ingredientes están ahí para quien quiera ensayar la receta: mucha gente y poco Gobierno. No es necesario más.