En su libro Rules of contagion, Adam Kucharski explica varios fenómenos a los que se les puede aplicar los hallazgos de la epidemiología. Por supuesto, virus y bacterias, pero también los programas malignos informáticos, las redes sociales, la obesidad, el crimen… y la violencia callejera.
Es cierto que en la violencia hay un efecto de imitación. Cita al profesor John Pitts diciendo: “No puedes crear unos disturbios tú solo”. Para entender el fenómeno, recurre al fenómeno de umbral de la violencia. Hay radicales que recurrirán a ella aunque sean los únicos. Otros esperarán a ver un acto violento para sumarse, pero entonces ya no serán más de uno. Muchos no se sumarán hasta que no vean a un grupo destrozando y robando tiendas a su paso. Otro modo de verlo es que si los actos violentos alcanzan cierto nivel, si superan el umbral en el que otros pasarán a la acción, lo que se produce es un efecto dominó. Por eso la violencia se propaga como el fuego, porque hay muchos con el alma ya incandescente, y a la vez combustible, esperando la ocasión.
Me he colocado en el momento en que se prende la llama, en que la situación pasa de que haya un detenido por lanzar un adoquín a una tienda, sin que el acto pase ni a las noticias locales, a las imágenes intercambiables de ciudad a ciudad, como ocurre en estos momentos en España. Pero podríamos retrotraernos uno o muchos pasos atrás.
La violencia nunca se produce de forma inopinada, aislada y sin causa o antecedente. Y no es irracional, salvo que la persona tenga el cerebro secuestrado por el burundanga, o una sustancia parecida. La violencia forma parte de las acciones posibles de cualquiera de nosotros, y aguarda en nuestro seno hasta que decidamos recurrir a ella. Su uso es dañino y peligroso, de modo que además de que liberemos a nuestros instintos atávicos, sujetos por la civilización, encajamos los actos violentos en una justificación racional, que apela a fines y medios. En ocasiones también se busca una justificación ética.
La política, que es la violencia organizada, ha ofrecido muchas justificaciones. El Gobierno actual tiene el prestigio de que uno de sus principales sustentos es el partido Podemos, nombre falso como todo en él, porque no es un sustantivo, sino un verbo. Verbo sin predicado para que cada votante lo haya suyo y extienda sobre él el cheque que habrá de pagar el Gobierno. Verbo sin predicado porque no quieren que su poder esté atado a nada. “Podemos”, y lo dicen desde el comienzo. El poder, su poder, es lo importante.
Pero Podemos predica, y su primera prédica es la violencia. Pablo Iglesias presumió, perdonen el pleonasmo, de haber sido pirómano en las protestas que derrocaron al candidato Rajoy en 2004. Sus ojos se humedecen y su corazón se calienta con el cráneo abierto de un policía, como los que ahora guardan su casa. No es original. Alimenta un discurso de la izquierda que procede de la Revolución Francesa, según el cual el orden establecido es injusto y hay que subvertirlo mediante el uso de la fuerza. En verdad, ese discurso forma parte de la cultura popular, como las canciones entre tres y cinco minutos, los veranos en la playa o la hamburguesa con patatas. Todavía no se han dejado de oír los ecos de quienes defienden los disturbios en los Estados Unidos.
Todo esto hay que tenerlo en cuenta cuando vemos las noticias que proceden de Madrid y Barcelona, de Logroño y de Málaga, de Vitoria, Bilbao y San Sebastián. Los periódicos hacen recuento del número de detenidos, de los policías heridos, o del valor de los daños causados.
El efecto dominó explica por qué esta violencia podría ser, por una vez, espontánea. Y por qué hay grupos detrás de ella que son contrapuestos. Unos son de ultraderecha (según las primeras y trémulas informaciones), mientras que otros son de ultraizquierda o incluso gritan jovialmente “gora ETA”. Aunque no se ha hecho pública la trazabilidad de las protestas, los mensajes cruzados, las pancartas, las webs, los foros con los mensajes de ánimo… A pesar de la ausencia de todo ello, da la impresión de que lo que les une es una oposición al Gobierno, o a todos los gobiernos, y a las medidas que paralizan nuestra actividad.
Así debe ser, pues los medios oficiales del Gobierno, como Eldiario.es o ÚltimaHora.es acusan a todos los grupos violentos de ser “negacionistas” de la pandemia, y de pertenecer, incluso a los del “gora ETA”, a grupos de derecha radical.
Aquí, Santiago Abascal camina descalzo sobre las ascuas, sin saber cuánto durará el camino, y cómo acabarán sus pies. “Hay más motivos que nunca para protestar contra este Gobierno que nos arruina”, ha dicho. Después de pasarle la mano por el lomo a quienes protestan, ha achacado toda la violencia a los grupos extremistas de izquierda. Ha aplicado, vaya, el criterio moral sobre la realidad de un director de Eldiario.es, por ejemplo: Los violentos sólo son los otros.
Ignacio Garriga ha ido más allá. Sobre las imágenes de los actos violentos en Barcelona, dice el diputado: “Los llaman ‘negacionistas’. Son trabajadores en el paro, padres sin nómina para alimentar a sus hijos, autónomos que no tienen trabajo y que hoy han visto su cuota aumentada. Españoles corrientes de Barcelona, hasta las narices de ser encarcelados y condenados a la miseria”. Y añade: “Hay infiltrados violentos, que han enmascarar (sic) la protesta, pero la realidad es que han salido muchos trabajadores y autónomos, cansados de ser encerrados y que la única solución del Gobierno y del ‘Govern’ sea miseria y ruina”.
Es imposible meter la mano en ese fuego y no quemarse, si el partido no deja claro que su posición es que cualquier muestra de violencia es condenable, y que merece una respuesta efectiva por parte de las fuerzas del orden. Si no lo hace porque piensa que le alejará de quienes promueven las protestas, entonces tiene cierta implicación moral con todas sus manifestaciones. Achacar la violencia a la izquierda no es lo mismo que condenarla por principio.
Este doble juego de Vox, cal y arena en su discurso, es una ocasión única para los grupos que votaron “no” a la candidatura de Abascal a la presidencia del Gobierno para cimentar la condena moral al partido verde. La operación de saqueo de una tienda Lacoste en Logroño no se entiende de otro modo.
Pronto ha saltado la violencia en las calles. Esta oleada pasará; se doblegará la curva de la violencia, utilizando las palabras del Gobierno. Pero aún no ha llegado la hora. Cuando se acerquen las elecciones, si las encuestas descuentan un giro político que hoy parece imposible, entonces sí que veremos violencia en nuestras calles como si fueran las de Santiago de Chile. Y las llamas devorarán nuestra democracia.