Se confía en el ojo vigilante de una instancia superior para asegurar que no nos desmoronamos.
En la última semana nos hemos enterado de la mejora en las previsiones económicas de España que el Fondo Monetario Internacional realiza periódicamente. Parece que crecemos más. Buenas noticias. De repente los titulares de algunos medios señalan a nuestro país como “el nuevo motor de Europa”. En realidad, las previsiones favorables se refieren al Producto Interior Bruto y el tirón español se limita a que, al hacer la media europea, el PIB español empuja al alza esa media.
Pero, siendo realistas, ¿cómo va a ser un país con un sistema productivo que no crea empleos suficientes, y no recupera las cifras de desempleo sostenibles, con baja inversión de capital, el que impulse la economía europea? Puede ser que la situación en Alemania sea delicada por el deterioro de la confianza política. También es cierto que nuestro sistema bancario se recupera, a pesar del problema con el Banco Popular. Es algo digno de ser señalado el que los efectos de la crisis entre el gobierno central y el autonómico de Cataluña no son tan severos como se preveía. Todo eso son buenas noticias para España.
Sin embargo, aunque nuestra economía avanza, entre otras cosas porque la aplicación de las medidas que nos fueron impuestas en el documento que firmamos con la Unión Europea está dando sus frutos, hay un deterioro que avanza a pasos agigantados en nuestro país. Se trata del deterioro institucional.
Como era de esperar, la progresiva politización de nuestras instituciones ha traído, paso a paso, una pérdida paulatina de credibilidad de las mismas. Recuerdo a Manuel Summers, genial director de cine que nos falta hace 25 años ya, protestar porque las subvenciones por recaudación en taquilla no seguían esa regla y se concedían de manera sesgada. Desde entonces, como en los mejores años del franquismo que tanto se ataca, los medios y la cultura han estado ligados al color político. La novedad es que el proceso de envilecimiento y descrédito institucional se ha extendido a la justicia y a la educación. No es exactamente nuevo, sino que es ahora cuando, por diferentes razones, lo sembrado da sus frutos.
En el caso de la educación, ha sido el escándalo Cifuentes el que ha levantado la alfombra y ha dejado ver la mugre que esconde la universidad pública española. El shock ha sido tan fuerte que, a día de hoy, ya se está moviendo ficha para restaurar el prestigio perdido (como anunciaba en mi anterior artículo). Es muy cierto que hay grandes profesionales en la enseñanza pública. Pero el sistema ha generado vicios que han propiciado la formación de agujeros negros en algunas universidades, no necesariamente de un partido político o de otro.
El otro caso, el de las instituciones de justicia, tampoco es nuevo. Se aceptó, entre otras cosas, que el Consejo General del Poder Judicial estuviera formado, en parte, por jueces designados por los principales partidos políticos. Solamente una cuarta parte del Consejo está compuesto por jueces elegidos por los demás jueces. ¿Cómo se puede tener fe en que esa institución mantenga su independencia respecto al poder político cuando ha sido diseñada por el poder político? Además de este punto está a afinidad política de determinados jueces, por un lado, y las críticas políticas a las decisiones judiciales neutrales, que han terminado por ensuciarlas. Esta situación se ha visto agravada por la injerencia de algunos comentaristas de tertulias y por las redes sociales, donde cada tuitero es juez, árbitro, economista, historiador y lo que haga falta, y donde no se contrasta casi nada. Es necesario hacer la excepción de muy pocos juristas que se leen las sentencias y los demás documentos jurídicos, que saben interpretarlos, y que se molestan en publicar su informada y particular opinión al respecto. Pero el tema de la sentencia de Puigdemont y los demás encausados por los acontecimientos que tuvieron lugar el 1-O ha llevado la situación al extremo.
No solamente se cuestiona la sentencia del juez Llarena, que jurídicamente parece un poco forzada en determinados puntos, de acuerdo con algunos expertos. Además se insulta y amenaza a él y a su familia, y se despliega una campaña en redes sociales, a nivel internacional, asimilando la justicia española con la de cualquier república bananera y comparando el gobierno español con el de la peor dictadura genocida. Difama que algo queda.
Para completar el cuadro, los términos de la colaboración judicial europea, en lugar de facilitar la resolución del caso, han puesto en tela de juicio la decisión de Llarena. No es que el juez alemán haya negado la sentencia, sino que ha decidido comprobar si en Alemania esa decisión sería la acertada y ha soltado a Puigdemont en libertad provisional. Esta actitud ha sido secundada por unas desafortunadas declaraciones de la ministra de justicia alemana, que ha terminado de darle un barniz político, que a la vez resta credibilidad a todo ello. Lo que suceda después estará siempre teñido de descrédito gracias a los que más gritan, a quienes mejor manejan las redes y ganan la batalla de la imagen.
Pero ante la degradación de estas instituciones tan importantes ¿cuál es la alternativa? La propuesta parece ser la de Macron: más Europa. Eso implica que no hace falta regeneran las instituciones desde dentro, sino que se confía en el ojo vigilante de una instancia superior para asegurar que no nos desmoronamos.
Así es como, quienes reclaman soberanía nacional para el estado central, ceden esa misma soberanía a las instituciones europeas. Se trata de una peligrosa estrategia que puede acabar en que los radicales de ambos extremos, renuentes a someterse a la disciplina europea acaben promocionando un Spainxit. Para aquellos que empiecen a planteárselo, les pido que comparen la economía española con la británica, Madrid con Londres, nuestro mercado internacional y su Commonwealth. No es lo mismo. La única alternativa sensata es la exigencia a los políticos por la sociedad civil. Un unicornio.