¿Qué estamos haciendo con nuestra democracia? ¿Todo vale en política?
El llamado «Estado de derecho» es una creación humana que, para mí, constituye uno de los mayores avances de nuestra sociedad occidental. No seré yo quien proclame a los cuatro vientos la bondad inmaculada de los «valores occidentales» como si fueran la máxima expresión de virtud universal. Marx, Hitler, la peor cara de la Inquisición, son también parte de nuestra historia. Sin embargo, reconociendo con realismo y humildad las imperfecciones siempre presentes en cualquier obra fruto del ser humano, hay que levantar la bandera y defender este concepto, el estado de derecho, especialmente en los tiempos que vivimos.
La cita que encabeza este artículo la he tomado del blog No Hay Derecho, en el que el jurista Álvaro Delgado Truyols analiza precisamente, el origen y significado de esta expresión. Y así, nos explica que, si bien hace siglos la ley emanaba de la fuerza, con el tiempo y el progreso, dejó de ser así. «El Estado de Derecho es, entonces, una creación intelectual del género humano, tal vez la más importante de la historia, cuya esencia es proteger al ciudadano del mismo poder que dicta las Leyes, evitando así sus posibles abusos», afirma. Y continúa exponiendo los cuatro elementos que lo conforman: imperio de la ley, separación de poderes, sujeción de la Administración a la ley y al control judicial, y derechos y libertades fundamentales para los ciudadanos. De no cumplirse los cuatro requisitos, puede existir Estado, puede existir Derecho, pero no “estado de derecho”.
Por desgracia, es importante recordar estas nociones básicas. Un vistazo a los dichos, los hechos y las actitudes de nuestra política justifican esta introducción.
Probablemente, como economista, debería estar escribiendo sobre el debate acerca de los efectos que la subida del Salario Mínimo Interprofesional va a tener en el mercado de trabajo. Pero, sinceramente, no se puede saber. Los buenos y malos resultados en economía son multi causales y desglosar qué impacto es atribuible a la subida del SMI y cuál a otras medidas simultáneas, o aplicadas en el pasado, pero cuyos frutos se recogen hoy. La teoría dice lo que dice: genera más desempleo. Ahora bien, estoy con quienes piden bajar a la realidad, a los matices y estudiar si lo que viene bien a Madrid también es positivo en Linares.
Pero voy a dejar ese tema para otro día. La economía, si no va de la mano de un marco legal liberal, no funciona. Y para que se den ambas cosas creo que es imprescindible saber dónde queremos vivir, si en un Estado donde existe el Derecho o en un verdadero «estado de derecho».
La pasada semana, en el programa «C à vous» del canal France 5TV, le preguntaban a Robert Badinter, ministro de justicia de Francia bajo el gobierno de Mitterand, acerca de una de las manifestaciones de protesta por las pensiones, en la que se mostraron cabezas de mentira de varios políticos en una pica. La reacción fue drástica, enérgica y cargada de dolor: hay que rechazar sin excusas la violencia física, pero no sólo la física. Aunque esas cabezas sean un símbolo, «detrás del símbolo está la pulsión, y detrás de la pulsión está el odio y la voluntad de callar físicamente al otro». Y, más adelante, añadía: «Especialmente cuando vivimos en una época en la que se disponen de todos los medios de expresión, de todas las libertades. Hay que decir NO a la violencia, NO a la agresión, NO a ese simbolismo de muerte. No hay causa política que lo justifique».
Y nosotros con asesinos y defensores de asesinos, que han pintado dianas en las casas de políticos y empresarios, en nuestras instituciones, de adalides de la paz y la concordia.
¿Qué estamos haciendo con nuestra democracia? ¿Todo vale en política? ¿Es más importante el voto hoy y el marketing espurio de la nueva política de influencers?
Yo defiendo tanto la libertad de expresión de Cristina Seguí, a quien le han suspendido varias presentaciones de su libro «Cómo defenderse de una feminazi» en diferentes locales, como la libertad de los dueños de esos locales para cambiar de opinión y decidir que, en su casa, no. Cristina es disruptiva, tan clara que a veces es hiriente, en ocasiones pierde los papeles, pero es libre para defender sus ideas, coincidan con las mías o no. Los dueños de los locales son soberanos de su propiedad privada y de dejarse presionar y ceder, de manera que, a pesar de tener confirmada la presentación y reservado el espacio, de repente se echen para atrás. Se retratan con su decisión.
Ahora bien. Si Cristina fuera diputada, o alcaldesa, o consejera de una comunidad autónoma, yo le exigiría que puliera sus formas y su lenguaje. Y lo digo, entre otras cosas, por el bochornoso discurso de Pedro Fernández, concejal de Vox en el Ayuntamiento de Madrid, quién refiriéndose a un concejal de Mas Madrid, le espetó: «Aparte sus sucias manos de mi hijo. Aparte sus sucios deseos marxistas de mi hijo», en debate sobre el pin parental.
No es que los del otro extremo sean más educados, menos agresivos o más respetuosos. No es que el pin parental esté bien o mal, sea una idea loca o una solución aceptable. Es lo que se está inoculando con este discurso.
¿Lo peor? Le jalean, aplauden y animan. Los de siempre.