No solo es relevante medir la desigualdad de renta, sino también la desigualdad del gasto en consumo.
Cuando hablamos de desigualdad, solemos referirnos a desigualdad de la renta: cuál es el grado de dispersión de los ingresos de una sociedad. En muchos países, la desigualdad de la renta lleva varias décadas aumentando: por ejemplo, en EEUU, a comienzos de los noventa, la renta después de impuestos del percentil 90 era seis veces superior a la del percentil 10; hoy, es más de siete veces superior.
Las mediciones de desigualdad de la renta sufren, sin embargo, de un problema fundamental: no tienen en cuenta que el bienestar de un individuo no depende esencialmente de los ingresos que percibe en este momento, sino de su acceso efectivo a los bienes y servicios que necesita para disfrutar de una buena vida; esto es, depende de su gasto. Evidentemente, el gasto sí depende en parte de la renta presente, pero solo en parte: las personas pueden gastar con cargo a su renta futura (endeudamiento) o con cargo a la renta que hayan acumulado en el pasado (ahorro). Verbigracia, una persona que posee una vivienda y un automóvil en propiedad (bienes de consumo duraderos) puede disfrutar de servicios de habitación o de transporte aun cuando su renta corriente haya desaparecido. Análogamente, una persona que ahorra la práctica totalidad de sus ingresos no está disfrutando hoy de un elevado tren de vida: tan solo está acumulando un patrimonio de cara al futuro.
Por eso, no solo es relevante medir la desigualdad de renta, sino también la desigualdad del gasto en consumo: a saber, cuáles son los diferenciales en la calidad de vida de los distintos ciudadanos que conforman una sociedad. De ahí que, hace algo más de un año, Ignacio Moncada y un servidor decidiéramos publicar un informe en el Instituto Juan de Mariana donde exponíamos que España era un país con una baja desigualdad en el consumo (incluso inferior a la de Finlandia) aun cuando, al mismo tiempo, fuera un país con una desigualdad de la renta media-alta dentro del contexto europeo. Asimismo, de manera mucho más reciente, los economistas Bruce Meyer y James Sullivan han estimado la evolución de la desigualdad en el gasto en consumo dentro de EEUU durante los últimos 50 años: y sus resultados son verdaderamente llamativos.
En primer lugar, la desigualdad del gasto en consumo es sustancialmente menor a la desigualdad de la renta. En concreto, el percentil 90 solo gasta 3,5 veces más que el percentil 10 (aun cuando disfrute de unos ingresos siete veces superiores).
Segundo, si bien la desigualdad de renta ha crecido significativamente desde finales de los setenta, la desigualdad del gasto en consumo se ha mantenido prácticamente plana. Dicho de otra forma, en las últimas cuatro décadas, el diferencial de ingresos entre los individuos que se hallan en la parte alta de la distribución de la renta y los individuos de la parte baja ha aumentado, pero, en cambio, el diferencial de gastos apenas lo ha hecho. Es más, resulta harto llamativo que, durante los últimos 10 años de crisis económica, la desigualdad del gasto en consumo se haya reducido al tiempo que la desigualdad de renta ha aumentado de forma notable (y se ha reducido como consecuencia de una moderación del consumo de las rentas altas, no de un incremento del gasto de las rentas bajas).
La razón detrás de la menor disparidad en el consumo reside probablemente en las diferentes inclinaciones a ahorrar: las rentas altas destinan un mayor porcentaje de sus ingresos a amasar un patrimonio, mientras que la capacidad de ahorro de las rentas bajas es mucho menor. Por eso, las primeras consumen relativamente menos de lo que ganan que las segundas. A su vez, la razón detrás de la dispar evolución de la desigualdad de consumo y de renta, especialmente durante los últimos 10 años, seguramente se halle en el efecto riqueza vinculado a la crisis económica: dado que las rentas altas poseen un patrimonio financiero más cuantioso que las rentas bajas, la depreciación de esos activos (sobre todo, bolsa e inmuebles) ha afectado sobreproporcionalmente al gasto en consumo de las rentas altas.
En definitiva, el estancamiento de la desigualdad de consumo nos está indicando que, por creciente que pueda ser la brecha de ingresos dentro de algunos países, los diferenciales en la calidad de vida de sus ciudadanos no se están multiplicando: ricos y pobres tienen acceso a cestas de la compra bastante similares (o, al menos, tan similares como lo eran hace 40 años) aun cuando sus ingresos no lo sean. La consigna de que las rentas altas viven cada vez mejor a costa de depauperar a las rentas bajas simplemente no casa con la realidad de los datos.