La amenaza secesionista ha ido creciendo, a medida que la apelación a la nación histórica iba cediendo a la propia Constitución.
Es un lugar común volver a los orígenes de nuestra democracia para identificar los males actuales, y es algo doblemente injusto. Por un lado, porque se podría hacer el mismo ejercicio para señalar todo lo que ha tenido de bueno. Y luego porque no todo lo que ha seguido a la Transición, bueno y malo, es la conclusión inevitable de la maquinaria puesta en marcha del sistema. Pero quizás, y aún a riesgo de ser algo injustos, tengamos que volver al lugar común y enlazar aquel acuerdo político con el precipicio al que nos enfrentamos.
España, desde 1812, ha pasado por varias Constituciones. La primera tenía, ciertamente, un carácter fundacional o, si se quiere, constitucional. Agustín Argüelles quería anclar la Corona a la nación española, y no a los intereses dinásticos. Es una concepción moderna de la nación, que además se corresponde justamente con la situación histórica, en la que es el conjunto de España el que se revuelve contra el invasor francés, y sus órganos se reúnen para constituir a esa nación como principal actor político. El resto de Constituciones dan una u otra forma a la estructura institucional, pero parten de la comunidad política que es España.
La Constitución Española (1978), también. En el preámbulo se asienta que el texto lo proclama la nación española. El Artículo 2 dice que España es la patria común e indivisible de los españoles. No ha lugar a dudas.
Pero la Transición es más que la Constitución Española. Es un pacto político, una metaconstitución que se basa en unos presupuestos, en una forma de entender la convivencia, parte de lo cual está en entredicho. Se ha señalado que la principal fuente de inspiración de nuestro texto es la Constitución alemana. No es lo único que nos trajimos de nuestros vecinos europeos. También importamos el concepto de “patriotismo constitucional” que resultaba muy oportuno para aquellos momentos.
Esa idea, elaborada por Dolf Sterneberger y por Jürgen Habermas, cumplía múltiples funciones muy importantes en aquellos momentos. Por un lado, le otorgaba a nuestro naciente sistema político un carácter moderno que nos habría de redimir por haber pasado por una dictadura casi ucrónica, y un tinte europeo. Por otro lado, nos servía para repetir la hazaña de 1812, cuando se constituyó la nación española sobre unas nuevas bases. Un nuevo pedestal para nuestra nación que nos permitía dejar el pasado para los historiadores y el futuro para nosotros. Para todos nosotros.
La teoría política de Habermas tiene dos elementos. Por un lado, está la comunidad política, por supuesto. La conciencia nacional, que es “un fenómeno de integración cultural”, una tradición, una cultura y una lengua comunes que (perdón, pero son las ideas del alemán), asientan el deseo de compartir un destino histórico. El segundo elemento, más original, se asienta sobre la constatación de que han desaparecido los viejos estamentos, y quedamos los ciudadanos como constituyentes de la nación.
El ciudadano moderno tiene sus raíces en la Revolución Francesa, y en este punto de la historia adquiere una mentalidad republicana, pero de tipo democrático. Y es la propia participación política, la elaboración conjunta de los ciudadanos, por medio de las instituciones democráticas, la que constituye la nación. Los ciudadanos son actores democráticos y republicanos, y es esa praxis política la que les otorga una identidad política.
De este modo, Habermas parte de una comunidad política previa, que en principio ha de ser la fuente de las instituciones. Pero él le da la vuelta, y dice que es la propia participación democrática y republicana lo que le otorga identidad y legitimidad a la sociedad. ¡Qué bien nos han venido esas ideas a los españoles, que no queremos que el nombre de nuestra nación nos vuelva a hacer daño, que queríamos ser ante todo democráticos y europeos, que íbamos a dejar atrás una España de vencedores y vencidos! Ahora tenemos una nueva fundamentación de la nación española en la que todos podríamos estar de acuerdo, porque a todos acoge. Arranca la democracia española.
Por supuesto que no todos los españoles saben que lo son, o quieren aceptarlo. Y eso fue un problema desde el principio. Los nacionalismos españoles (catalán y vasco) negaban de España incluso el nombre, y la ocultaban bajo el del más frío de los monstruos fríos (Nietzsche), que es el Estado. Cualquier mención a España, a su carácter común y fundacional, a su continuidad política, parecía ser un salto mortal al pasado, a un tiempo anterior a la Constitución. ¿No era ésta la que nos había hecho ciudadanos iguales, la que había constituido verdaderamente la nación, y no al revés?
Había prisa por firmarla y porque la vieja España se quedara un poco al margen. Los historiadores Borja de Riquer y Joan B. Culla lo explican así: “Por lo que respecta a las relaciones políticas con Madrid, se podría decir que la Constitución de 1978 y el Estatut del año siguiente se redactaron en un período de repliegue y de debilidad de los aparatos ideológicos y administrativos del Estado español. Una debilidad que era hija de la incertidumbre sobre el propio futuro, de la mala conciencia sobre su pasado franquista”. Son historiadores, pero casi cabría pensar que no se han enterado de que el pasado franquista incluye a Cataluña. Pero lo que describen en El franquisme i la transició democràtica es real.
La amenaza secesionista ha ido creciendo, a medida que la apelación a la nación histórica, a una España sin apellidos, iba cediendo a la propia Constitución. José María Aznar, el primer presidente del gobierno de centro derecha posterior a la Transición, transijo también con esta idea, y mencionó expresamente el patriotismo constitucional como fundamento del patriotismo de su propio partido. Cuando el Partido Popular volvió al poder no le quedó ni el sustantivo patriotismo. Mariano Rajoy apelaba como única salvación a la Constitución española y a sus leyes. Pero para entonces, los nacionalistas catalanes habían asentado una nueva comunidad política, Cataluña, a la que se le oponía un vacío instrumento jurídico, arbitrario, y que por tanto se puede cambiar al igual que se creó. ¿Y España? ¿Dónde queda en toda esta evolución? Ya nadie se acuerda de ella.
Sólo los españoles, que asisten atónitos al espectáculo de cómo los políticos la despedazan por sus intereses. Y no queda claro si devorarán esta historia como el final de una serie, o reaccionarán para defender lo suyo.