La pasada semana, Podemos puso encima de la mesa la posibilidad de reducir la semana laboral a cuatro días. ¿Es una medida factible o deseable? Ni una cosa ni otra. Si la productividad del trabajo en nuestro país es baja, esta política no es la más acertada.
La productividad laboral no indica que los trabajadores sean más o menos vagos: es el resultado de un conjunto de factores mucho más complejos. Por ejemplo, la proporción de trabajadores empleados en empresas y actividades de baja productividad.
En España, el lastre en lo que respecta a la productividad se debe a la importancia del sector de la construcción y de los servicios, porque requieren de trabajadores poco cualificados.
En el informe del pasado febrero de la Comisión Europea sobre España, en el que se evaluaban los avances en las reformas estructurales y la prevención y la corrección de los desequilibrios macroeconómicos, se explicaba que en España existe una proporción relativamente alta de sectores con una menor productividad laboral. Y también, que hay una mayor proporción de empleo en empresas más pequeñas.
Las empresas más pequeñas tienden a ser menos productivas que las grandes por diferentes razones, como las economías de escala. Pero hay que añadir el acceso más difícil a la financiación y una intensidad de capital más limitada.
En lugar de plantearse si, para que haya una mayor productividad, sería conveniente analizar las razones detrás de estas circunstancias, Podemos sale con la reducción de la semana laboral, como si dar empleo fuera tan sencillo como «ceder» horas de trabajo para que «quepamos más».
Muy lejos de la realidad, porque no existe una cantidad de trabajo homogénea, estática, que se puede repartir como si fuera una tarta. En realidad, nada es como una tarta que se reparte en economía. Al revés, tanto el empleo, como la riqueza, como el capital, se comportan mas como flujos que aumentan y disminuyen en función de muchos factores.
Sí, todo es muy complejo, hipercomplejo, para ser más exactos. Y eso hace que los analistas, por razones didácticas, nos sometamos a simplificaciones que nos permitan observar las relaciones económicas, con el único objetivo de lograr resolver esos desajustes económicos, como en nuestro país es el desempleo. Es decir, el problema a resolver es cómo crear puestos de trabajo sostenibles que generen mayor valor añadido.
Ahogar al empresario no parece la solución. Por el contrario, generar incentivos que animen a los empresarios a producir en sectores que aportan más valor añadido, y que contraten trabajadores, siempre sin coacción, suena mucho más sensato. Porque, no hay que olvidar que el pequeño empresario y el autónomo, que son la gran mayoría de nuestros empresarios, se juegan sus ahorros.
No se les puede pedir que lo hagan siguiendo las directrices del partido. Siguiendo la misma lógica, perseguir el ahorro y la inversión tampoco son medidas que permiten el crecimiento del tamaño de las micro y pequeñas empresas.
Ya hablaba de este problema Sergio Ricossa en El fin de la economía, cuya traducción revisada por mí, gracias a la generosidad del profesor Alberto Mingardi, saldrá en poco tiempo.
El economista italiano, fallecido hace casi cinco años, planteaba dos perspectivas de la economía: la imperfectista y la perfectista. La segunda es la defendida por autores como Marx, Keynes y, salvando las distancias siderales que les separan, los economistas podemitas. Este punto de vista pretende lograr que, al final, el estado todopoderoso provea todo y los trabajadores, en ese mundo perfecto, no tengan que trabajar.
El imperfectismo parte de la base de nuestras limitaciones y estudia, dada la naturaleza humana, en qué condiciones podemos lograr nuestras metas económicas sin perjudicar al resto. El imperfectismo real exige que no se demonice al empresario, sino que se reconozca su labor social al crear puestos de trabajo.
El mensaje populista en momentos como los que vivimos, en los que se prevé que la crisis que tenemos encima va a ir a peor, pero no sabemos cuándo, es inmoral. La necesidad de aprobar como sea los presupuestos, de hacer tiempo hasta que lleguen los fondos europeos sin montar mucho alboroto es lo que lleva a presentar propuestas que no se sostienen ni sobre el papel.
Personalmente, estoy esperando la llegada de los requisitos concretos asociados a los fondos europeos. Estoy preparada para que Pablo Iglesias se quite el disfraz y retome lo que defendía hace dos años en la campaña electoral andaluza.
Ya entonces, además de proclamar que la Transición española se hizo mirando al norte y olvidando a Andalucía, cargaba contra la Unión Europea. Su principal objetivo a derribar era Angela Merkel, por supuesto, a la que acusaba de neoliberal (miren, ojalá) y de abrir las puertas con sus políticas a fascistas como Salvini en Italia. Y escenificaba toda esta rabia en una frase memorable: «Si Europa no mira al sur, se acabó Europa».
El ombliguismo narcisista de nuestro vicepresidente olvida a los países de la antigua Unión Soviética que se están aplicando para tener una economía fuerte, y que nos ven como la cigarra del cuento. Ya se ha cuestionado qué pasó con los fondos europeos de la crisis del 2008. Nuestros socios europeos se preguntan cómo los hemos invertido y por qué otros países (que no son Alemania) han logrado desarrollar una economía más sólida estando en una situación similar.
Pero también estoy preparada para que Iglesias traicione sus principios y descargue la culpa en Sánchez acusándole, como ya hizo en el 2018 cuando, al ser rechazados los presupuestos por la Unión Europea, señaló a Sánchez por no haberlos defendido bien. Vamos a ver dónde quedan las bravuconadas cuando se dispare el desempleo al finalizar la prórroga de los ERTE.
La suerte de Sánchez se alimenta de una oposición dividida y con poca coherencia en su actitud hacia el PSOE. Ojalá que para cuando se produzca la escisión Sánchez-Iglesias, las cosas sean de otra manera y se acabe la pesadilla.