Los síntomas apuntan a que Raúl mantendrá el mismo rumbo estalinista trazado por su hermano, pero hay una diferencia: Fidel ya no está vivo.
Raúl Castro se quedó solo. Se le fue su mentor, su figura paterna, el hombre que le moldeó la vida y lo llevó a tiros, literalmente, desde la insignificancia hasta la cabecera del país; pero lo hizo bruscamente, haciéndole ver, a trechos, que lo despreciaba por sus limitaciones intelectuales. Eso nunca dejó de dolerle.
Desde hace muchos años Raúl sabía que Fidel era el problema esencial de la revolución –su arbitrario voluntarismo, sus tercas necedades, sus improvisaciones, su odiada manera de perder el tiempo en conversaciones y peroratas interminables–, pero también sabía que sin él no habría habido revolución. Lo admiraba, por una parte, y por la otra lo rechazaba. Había algo monstruoso y fascinante en una persona que hablaba ocho horas consecutivas sin hacerle la menor concesión a la vejiga propia o a la del indefenso interlocutor.
No obstante, la vida le había enseñado a Raúl que existía un problema aún de mayor calado: el marxismo-leninismo, en el que creyó a pie juntillas en su juventud, y por el que mató sin limitaciones, era un planteamiento equivocado que conducía al empobrecimiento progresivo.
Si Fidel hubiera sido diferente, o si las relaciones con Washington hubiesen sido mucho mejores, nada esencial habría cambiado. La improductividad del sistema no dependía de los errores o del carácter del líder, ni del embargo económico, sino de la inadaptación del sistema a la naturaleza humana. Siempre fracasa.
Lo mismo había ocurrido en la URSS, en Alemania Oriental, en Checoslovaquia, en Polonia. Daba igual que los sujetos fueran eslavos, germánicos o latinos. Rumania tenía «trato de nación más favorecida» por Estados Unidos.
No importaba que el comunismo se ensayara en sociedades de raíces cristianas, islámicas o confucianas: fallaba inevitablemente. Tampoco dependía de la calidad o de la formación de los líderes. Los había de diferentes plumajes: abogados, sindicalistas, profesores, maestros, incluso obreros encumbrados. Ninguno servía.
A Raúl le era sencillo, además, confirmar que la economía de mercado, con su modo simple de premiar a los emprendedores y castigar a los abúlicos, daba grandes aunque desiguales frutos. Su propio padre, el gallego Ángel Castro Argiz, era un vivo ejemplo: llegó a la república cubana sin un centavo, muy joven, incluso sin estudios, pero cuando murió en 1956 dejó una fortuna de ocho millones de dólares y un negocio agrícola organizado en el que trabajaban decenas de personas. Dejó una familia rica educada en buenos colegios católicos.
El asunto que se le plantea a Raúl es cómo desmontar el disparate generado por su hermano y por él mismo hace casi sesenta años sin que lo sepulten los escombros del sistema inservible. A estas alturas, sabe que sus lineamientos, que es como llaman en Cuba a sus reformas tímidas, a veces pueriles, son unos parches mal colocados en un insalvable sistema socialista agravado por la gerencia militar en todas las actividades económicas importantes del país; pero ha dicho, una y otra vez, que no sustituyó a su hermano para enterrar el socialismo, sino para salvarlo.
Supongo que ya sabe que el comunismo no tiene salvación. Hay que enterrarlo. Fue lo que descubrió Mijail Gorbachov cuando se empeñó en rescatarlo desplegando sus reformas drásticas –la Perestroika–, dotándola de una atmósfera transparente de discusión sin miedo –la Glasnost–, convencido de que podía ser el mejor sistema productivo creado por los seres humanos.
En pocos años su operación de salvación hundió el comunismo, pero no por la torpeza de los gestores, sino por la insolvencia del sistema y por la mala formulación teórica del marxismo-leninismo. La planificación centralizada era un disparate. La condena de los mecanismos de producción en manos privadas era contraproducente. Los comités de asignación de precios no tenían la menor relación ni con las necesidades de las gentes ni con la realidad. La presencia constante de la policía política destruía la convivencia y generaba todo tipo de malestares psicológicos.
Cuando Raúl Castro leyó Perestroika, el libro de Gorbachov, se entusiasmó tanto que ordenó una edición privada para sus oficiales. Fidel se enteró, lo regañó de forma humillante y mandó recoger los ejemplares. A Fidel no le interesaba el bienestar material del pueblo sino la permanencia en el poder. El gorbachevismo –dijo– conduciría a la desaparición del comunismo.
Tuvo razón, pero a medias. Raúl está ante la misma disyuntiva que enfrentó Gorbachov, pero con el agravante de que hoy casi nadie, menos los idiotas profundos, piensa que el comunismo es rescatable. Al menos, ninguno de los pueblos que ha conseguido abandonarlo ha reincidido. Aprendieron su amarga lección. Por ahora, los síntomas apuntan a que Raúl mantendrá el mismo rumbo estalinista trazado por su hermano, pero hay una diferencia: Fidel ya no está vivo. Lo enterró en un enorme pedrusco en el cementerio de Santa Ifigenia. Si no rectifica es un cobarde.