¿Quiénes somos nosotros para revertir una tendencia que se corresponde con lo que desean las personas implicadas?
Los partidos perfilan los programas que nunca cumplirán, redactan las espontáneas declaraciones de sus portavoces en las televisiones, y se gastan el dinero de los demás en raves de adhesión al líder; un líder que no les dirige la palabra, porque para quien habla está en su casa, delante de un televisor. Ha comenzado la campaña electoral.
De entre debates reales y falsos, trabados por los partidos y los medios de comunicación, se ha colado uno organizado por multitud de asociaciones de todo tipo en nombre de la “España vacía”. Hablar en nombre de masas de españoles con el argumento de la despoblación es un movimiento audaz. No hubo un sólo cartel con el lema “no somos nadie”; algo que el habitual recurso a la hipérbole de las manifestaciones hubiera justificado plenamente. Pero la democracia tiene sus normas, y la primera de todas es la del cómputo.
Se ha colado, decimos, un debate enraizado en la realidad española. Introducirlo en pleno festival de propuestas electorales ha sido un acierto, aún a costa de pagar el peaje de que el asunto quede mediatizado por los partidos políticos. Los medios de comunicación y la sociedad civil parecen incapaces de generar debates por sus propios medios, si no es con la intervención de los partidos. Las únicas instituciones que condicionan la opinión pública fuera de ellos son la ONU y la UE, parece ser.
Su queja común es que en una parte mayoritaria del territorio español, la densidad de población decae, la población joven continúa su secular tránsito del campo a la ciudad, y se lleva con ellos la semilla de la regeneración de la población. Según explica el economista Mikel Buesa, si elegimos el baremo de los 20.000 habitantes, las poblaciones por encima de esa cota llevan aumentando su población desde 1850, y de forma acelerada desde 1950. Mientras, “los municipios de menos de 10.000 habitantes no han dejado nunca de perder población”.
Este proceso se ha acelerado desde la segunda mitad del siglo XX. Y no es exclusivo de España; en la actualidad, el 74 por ciento de la población europea es urbana. Hay fuerzas muy poderosas que explican esta transición demográfica hacia las grandes concentraciones. Creo que las más importantes tienen que ver con la complementariedad del proceso de producción capitalista y con la economía de la información.
Como explica toda una saga de economistas, de Carl Menger a Luwdig Lachmann, han incidido en la complementariedad del proceso de producción capitalista. Así, según este último economista, los bienes de capital son en realidad nodos del flujo de imputs y outputs de la malla de procesos de producción. Y por sí solos no pueden completar todos procesos de producción. Necesitan el concurso de otros bienes de capital, más otros factores originarios como es el trabajo, para realizar su función. Estos bienes pueden complementarse dentro de una misma empresa o como colaboración entre diversas empresas. De modo que la complementariedad de los bienes de capital implica también una complementariedad entre empresas. Esto hace que el valor de una empresa no sea el mismo si puede combinarse con otras a un coste bajo que si lo puede hacer a un alto coste. Y ello explica que les resulte conveniente buscar localizaciones que reduzcan esos costes, y eso se lo otorga en muchas ocasiones, aunque no necesariamente en todas, la agrupación en grandes ciudades.
Las empresas, por su parte, necesitan la fuerza de trabajo, por lo que atraen a las personas que, por otro lado, son también consumidores. De modo que la concentración facilita no sólo la colaboración entre empresas sino el servicio de las mismas a los consumidores.
Por otro lado, el mercado es entre otras cosas un proceso de descubrimiento de nueva información, y ésta es más fácil de descubrir y coordinar en una economía tan conectada como la de una ciudad.
Hay otros factores que coadyuvan a esta tendencia a la concentración. Uno de ellos es que la producción antes estaba muy ligada al territorio, y ahora ya no lo está tanto; la agricultura se ha hecho cada vez más capitalista y productiva, y ha liberado mano de obra que se ha ido a la ciudad. La transición hacia una economía del conocimiento incide en el mismo sentido.
El movimiento que habla en nombre de la España vacía plantea que esa despoblación, que también supone una pérdida relativa (aunque no absoluta) de riqueza, se frene.
Algunos partidos políticos, y algunos analistas, han planteado medidas encaminadas a lograr este objetivo. Javier Gallego, en La Gaceta de Salamanca, propone llevar allí todos los servicios del mundo urbano, desde colegios e institutos a trenes y hogares para mayores o centros de ocio y “tecnologías”, quiera lo que ello fuere. Pero “alli´” es un territorio muy amplio, y esas inversiones serían para un mercado muy pequeño; es decir, propone un despilfarro económico que, en principio, no tiene mucho sentido. Otra cuestión es la referida a servicios básicos como la educación y la sanidad. Y, dentro de la permanente escasez de estos y otros servicios, España tiene en este sentido una infraestructura muy extendida territorialmente. Por otra parte, invertir en medios de transporte quizás haga más fácil la salida de aquellos lugares, no su repoblación.
Otros analistas no se han atrevido a tanto. Plantean la cuestión, y se quedan prudentemente absortos. Los partidos políticos han dejado caer sus propuestas. Ciudadanos ha propuesto rebajar el IRPF en un 60 por ciento a quienes vivan en poblaciones de menos de 5.000 habitantes. Más allá del problema que generaría en los pueblos como Becerril de la Sierra, con 4.887 habitantes, con los habitantes deseando que no lleguen nuevos habitantes que les arruinen la rebaja fiscal, hacerlo supone deslizarse hacia el reconocimiento del territorio como fundamento de la base fiscal, algo que el PNV o ERC asumen como propio, pero que no cabía esperar de Ciudadanos.
El PSOE plantea “reducir cargas administrativas y fiscales”, pero uno se plantea por qué no al resto de españoles. El PP menciona un oscuro “autonomismo útil”, del que no sabemos más. Sí es cierto que, si se introdujese una competencia fiscal entre territorios, los más pobres podrían competir con los más ricos en este ámbito.
También se puede plantear la cuestión desde el ángulo político. Nuestro sistema electoral reparte dos diputados por provincia, con la excepción de Ceuta y Melilla, y el resto en función de la población. Esto hace que haya una representación en la que no cuenta sólo la población, y el territorio tiene un mayor peso, lo cual le otorga una prima política a esa “España vacía”.
Esto no tiene por qué cambiar, pero la situación sería mejor si adoptásemos un sistema de circunscripciones uninominales. En la situación actual, y por muchas décadas, Soria sólo tiene dos escaños. De modo que uno de ellos será para el partido mayoritario del centro derecha, y el otro para el del centro izquierda. Por lo que el sistema político no tiene incentivo alguno para prestar atención a esa provincia. Con un sistema de circunscripciones uninominales, cada escaño es un territorio, y todos son igual de importantes. Nadie, que yo sepa, ha hecho esta propuesta en esta clave de atención a todo el territorio español. Pero, más allá de ello, creo que el sistema de diputado de distrito, como también se le llama, sería muy importante también por otros motivos.
Pero el mayor error de esta cuestión es considerarlo como un problema. El único analista que lo ha sabido ver, que yo sepa, es José García Domínguez, quien ve en esta tendencia un movimiento secular movido por fuerzas reales. Y, ciertamente, si hay zonas del territorio donde cada vez menos gente quiere vivir, ¿quiénes somos nosotros para revertir una tendencia que se corresponde con lo que desean las personas implicadas?