En los últimos días he tenido varios debates en Twitter, con amigos, conocidos o contactos de redes sociales, sobre la eutanasia. Debates que se han desarrollado en dos niveles: el segundo nivel es el que tiene que ver con el fondo del asunto, si la eutanasia debería ser legal o no, razones a favor o en contra, argumentos sobre la regulación concreta que se ha adoptado en España, etc. Es un tema delicado, en el que es sencillo caer en el trazo grueso, en la gracieta fácil (“asesino de viejos” vs. “no me dejan ni morir a gusto”) y en los argumentos que bien desarrollados podrían ser interesantes pero en 280 caracteres suenan a simplezas de niño de 8 años.
De hecho, uno de los aspectos que más me ha llamado la atención es la cantidad de gente a la que admiro y respeto que parece pensar que puede zanjar un tema tan complejo con una ocurrencia tuitera. Será el signo de los tiempos y de estas formas de comunicación tan absurdas que nos hemos dado.
Pero ha sido casi más tenso el debate del primer nivel. Que en mi caso se ha sustanciado alrededor de la naturaleza liberal o antiliberal de la eutanasia (podríamos incluir otros asuntos, como el aborto o la gestación subrogada… pero ya tengo bastante lío por hoy). Me imagino que le habrá pasado algo parecido a personas de izquierda: recuerdo, hace años, a una amiga que me contaba asombrada que le habían expulsado (es un decir, digamos que le abrieron la puerta y le animaron a cruzarla) de una asociación por su postura sobre el aborto.
Más allá del absurdo en términos comerciales (con la definición de liberalismo que algunos practican se quedarían en el grupo tres y el del tambor… eso sí, muy puros todos ellos), me sorprende una barbaridad que haya quien crea en serio que estos asuntos son la prueba de fuego para determinar quién puede o no puede llamarse liberal. Lo cierto es que en muchos de estos aspectos, muy límites, creo que la postura sensata entre aquellos que nos tenemos por liberales debería implicar la aceptación de que 1) es imposible que nos pongamos de acuerdo porque implican cuestiones muy complicadas sobre la vida, la libre voluntad, el consentimiento y el arrepentimiento y (2) lo lógico es que cada uno intente convencer al resto en el segundo nivel.
Y no, no me vale el argumento de “que la ley lo admita y cada uno haga lo que quiera”. Por todo lo que expongo debajo y por las preguntas que planteo, ese argumento es muy endeble: ese “lo que quiera” es lo que está en cuestión en la mayoría de las ocasiones.
Quizás esto sea parte de mi propio sesgo, pero en general he visto muchas más expulsiones y anatemas de los proeutanasia (los puros) que del bando contrario. Por cierto, en ocasiones con una actitud y unas maneras muy poco liberales… pero eso lo dejaremos para otro día.
Sobre la eutanasia y el liberalismo obligatorio: el razonamiento gira en torno a la libertad del individuo. Un tema muy sensible en el campo liberal, porque, efectivamente, alrededor de esa libertad, de la dignidad y del control de cada uno sobre su propia vida se articulan la mayoría de nuestros argumentos.
El problema es que no es tan sencillo.
En primer lugar, ¿cuál es el límite de esa libertad? ¿Permitiríamos que una persona se vendiese libremente como esclava para el resto de su vida? Si decimos que sí, que es posible aunque casi nadie dice que sí, surge otra pregunta complicada: ¿y si luego cambia de opinión? Pero con la eutanasia no se puede cambiar de opinión.
Y si, como la gran mayoría de las personas, respondemos que no, que no puedes venderte como esclavo para el resto de tu vida, la pregunta es más compleja: ¿puedes pedir lo más (que te maten) y no lo menos (vivir, pero como esclavo de otro)?
En segundo lugar, hay cientos de situaciones en las que se imponen límites a la libertad. Este año es un buen ejemplo. Muchos liberales han defendido algunas de esas restricciones, y no siempre o no sólo por el daño que se podía hacer a los demás, también en razón de la situación excepcional, la emergencia, la coordinación, etc. En mi opinión, muchos columnistas que se denominan liberales han justificado la intervención del Gobierno mucho más allá de lo razonable (la diferencia es que yo no les expulso del grupo, porque creo, de nuevo, que el tema es complejo).
Pero vuelvo a la eutanasia: ¿límites a la libertad con los que convivimos y que aceptamos? Cientos: desde el suicida al que se detiene para que no se tire a las vías del tren (¿tenemos derecho?) hasta las decenas de causas por las que una persona es declarada incapacitada, total o parcialmente.
Aquí está el verdadero punto de debate de la eutanasia: ¿hasta qué punto una persona que pide la muerte toma esa decisión de forma independiente, consciente, etc.? Excelente la columna de Cristina Losada sobre el tema. ¿Cuánto dolor elimina tu raciocinio y te convierte en incapaz? ¿Qué es un sufrimiento insoportable? ¿Insoportable durante cuánto tiempo? ¿Y si me echo para atrás, como el esclavo? No, en este caso no puedes.
¿Y el suicida? ¿Debe ser libre? ¿Por qué evitar su acto voluntario? ¿En qué momento una obligación de todos (también del Estado) como es cuidar de la vida, en ocasiones incluso contra la voluntad del individuo, se convierte en la obligación contraria?
Es más, el tema del suicidio deja abiertas otras preguntas que son muy interesantes. Supongamos que admitimos la eutanasia para grandes inválidos (por ejemplo, casos como el de Ramón Sampedro; aunque cada vez más estas personas, gracias a la tecnología, tienen numerosas opciones a su disposición). Pero incluso si admitimos esos casos (que son muy pocos), ¿debería estar permitida la eutanasia para una persona que tenga la capacidad de suicidarse? Es decir, si realmente quieres morir y puedes causarte la muerte, ¿debemos permitir que impliques a otra persona? ¿Por qué necesitas a esa otra persona?
Para cada una de estas preguntas hay cientos de respuestas. Complicadísimas todas. De hecho, sé que la formulación de algunas de estas cuestiones están lindando con la demagogia facilona (la misma que usan los de “es mi vida y hago lo que quiero”). Por eso, vuelvo al comienzo del artículo: menos dogmas tuiteros y más argumentos sobre un tema complejísimo.
Porque, además, aquí entraríamos en el tercer nivel del debate: la aplicación práctica.
En esto reconozco una cierta perplejidad. Cada vez que se habla de eutanasia o aborto, los defensores de una legislación más flexible… usan como ejemplos ¡los casos de eutanasia o aborto que no se dan! Cuando digo que no se dan, no quiero decir que no haya ni uno (por ejemplo, el caso de Ramón Sampedro), lo que digo es que no representan el caso típico. Por ejemplo, al hablar del aborto la discusión siempre empieza igual: “Imagina que tu hija de 12 años es violada y que el feto está enfermo y que los médicos le dan un 1% de esperanza de vida a ese feto”. Y yo siempre pienso: “¡Qué caso tan complicado! Espero no verme nunca en esa tesitura”. Y mi respuesta suele ser: “Si ese es el problema, legislemos que en ese caso concreto esté permitido el aborto. Puede haber una discusión ética interesante, pero está claro que en una situación tan límite nadie puede imponer sus creencias”.
Pero es que ése no es el problema. Es un hombre de paja del tamaño del Coloso de Rodas. Nunca me he encontrado un partidario del aborto que empiece su exposición diciendo: «Imagina a una pareja de treintañeros en la que ella se queda embarazada y decide abortar porque le viene mal en el trabajo, porque le acaban de ascender». Pues bien, este caso es mucho más representativo del aborto real, el que se practica cada día en las clínicas españolas. Y repito: no quiero zanjar aquí la discusión. No digo que este caso deba estar prohibido o permitido. Yo estoy en contra de estos abortos, pero no voy a caer en el error que critico: este tema tan complejo no se sustancia en un tuit ni en un párrafo. Si alguien quiere discutir de esto, hagámoslo con tiempo, argumentos, posibilidad de que el otro te rebata, etc.
Lo que digo es que no nos hagamos trampas. En el tercer nivel, el de la práctica, debatamos de los abortos y eutanasias reales, los que conforman la gran mayoría de las situaciones reales que se dan en los hospitales. Porque en la eutanasia, además de los principios, está el tema de la aplicación: esa pendiente resbaladiza que a algunos nos da tanto miedo. Para empezar, las clínicas especializadas: ¿qué incentivos tiene esta gente?, ¿quién les paga? Y los familiares o herederos: ¿tiene derecho a influir en la decisión una persona que se verá beneficiada de la muerte? Desde los mensajes que llegan desde los medios de comunicación a la definición de «voluntad libre» o de «voluntad declarada de forma continuada»: ¿durante cuánto tiempo?, ¿asumiendo las consecuencias?, ¿quién diagnostica?, ¿y si escogemos médicos que sea más fácil que diagnostiquen que sí?, ¿tiene pleno uso de sus facultades un paciente que va buscando al médico que le recete eutanasia?, ¿y qué le diferencia del suicida que busca una pistola o un décimo piso?
Lo he repetido unas cuantas veces en los últimos días, en las redes sociales y con mis amigos que opinan diferente. No creo que sean asesinos; sólo pienso que están equivocados y lo digo mientras todas las dudas del mundo se agolpan en mi cabeza. Me parece uno de los debates más complejos que puedan existir.
Eso sí, si responder a todas esas preguntas de forma contraria a la respuesta canónica de los libertarios (y uso esta etiqueta con miedo, sólo por no alargar más el artículo; odio las etiquetas incluso cuando sólo son un intento de aclarar las cosas)… pues bien, si responder a todas las preguntas de este artículo de forma contraria me saca del club liberal: “Aquí tienen mi carnet”. Está claro que no formo parte de ese club. Ni ganas, oigan.