Durante las últimas semanas hemos escuchado reiteradamente la cantinela de que el Tribunal de Cuentas ha constatado en su informe anual de 2011 que la gestión pública de ciertos servicios municipales resulta más barata que su concesión a una empresa privada. El argumento que suele aducirse es que con la gestión pública nos ahorramos el sobreprecio que hay que abonarle a la empresa privada para que amase beneficios: dado que en el sector público no hace falta obtener ganancias, el coste resulta mucho más asequible. Visto desde este ángulo, pues, el único motivo para externalizar la prestación de los servicios municipales sería el de engrosar las cuentas de resultados de ciertos lobbistas desalmados a costa de los contribuyentes: la conspiración neoliberal quedaría así descubierta. Bonita historia pero, como de costumbre, falsa.
¿Qué dice realmente el Tribunal de Cuentas?
Comencemos relatando fidedignamente los hechos. En efecto, si uno acude a las tablas del Informe de Fiscalización del sector público local, ejercicio 2011, comprobará que el coste por habitante en tres de los cinco servicios municipales analizados es sustancialmente superior en el caso de los ayuntamientos que los externalizan a una concesionaria que en aquellos otros que los gestionan directamente: 53,6 euros por habitante frente a 44,1 en el caso del abastecimiento de agua potable; 27,8 euros frente a 16,2 en el caso del servicio de limpieza, y 53,9 euros frente a 42,5 euros en la recogida de residuos sólidos urbanos. En cambio, la gestión privada fue más barata que la pública en el alumbrado público (24,6 euros por habitante frente a 33,6) y en el servicio de cementerio (4,59 euros por habitante frente a 4,66).
Aparentemente, por tanto, la gestión privada es inferior a la pública en tres de las cinco rúbricas tratadas. Mas esta conclusión resulta harto engañosa: el Tribunal de Cuentas reitera que, en los cinco servicios municipales estudiados, los ayuntamientos que gestionan por sí mismos esos servicios sólo le han proporcionado datos de sus costes directos (gastos de personal y corrientes), pero no de los indirectos o de la amortización, de ahí que la comparativa que efectúa sea sólo parcial, esto es, costes directos para la gestión pública frente a costes totales (directos, indirectos y amortización) para la gestión privada. Citemos a modo de ejemplo el párrafo referido a los servicios de limpieza:
Se ha obtenido información relativa a los costes de prestación del servicio de limpieza viaria en los ayuntamientos analizados. En los casos de gestión directa, en los que el ayuntamiento debía aportar información completa sobre los costes de personal, en bienes corrientes y servicios y costes financieros, así como de las amortizaciones y costes indirectos en caso de conocerse, se han obtenido datos del 83% de las entidades que eligieron esta forma de gestión, si bien sólo el 15% de ellas aportaron datos referidos a las amortizaciones y costes indirectos, por lo que los estudios se realizan sólo respecto a los costes directos aportados. Por su parte, el 73% de las entidades que eligieron cualquiera de las restantes formas posibles de gestión ha aportado datos respecto del coste que supuso para la entidad la prestación del servicio.
En suma, el Tribunal de Cuentas compara sólo una parte de los costes de la gestión pública con la totalidad de los costes de la gestión privada y los medios de comunicación rápidamente concluyen que la gestión pública es más barata que la privada. Disparatado, sobre todo porque, en dos de los cinco servicios municipales analizados, incluso con esa comparación parcial y sesgada, resultan más asequibles los privados.
El mal argumento de los beneficios
La explicación más extendida sobre por qué la gestión pública tiende a ser más asequible que la privada es que la empresa aspira a ganar dinero y, para ello, ha de incrementar los precios. En cambio, el sector público carece de ánimo de lucro, de modo que puede ofrecer tarifas más competitivas.
Desde luego, se trata de un argumento muy extendido entre políticos, periodistas y pensadores socialistas que, empero, debería horrorizar a aquellos que tengan alguna conexión ideológica con el marxismo. A la postre, Marx sostenía que la plusvalía (y, en última instancia, el beneficio capitalista) procedía de horas trabajadas por los obreros y no remuneradas por los capitalistas. De ahí que el obrero estuviera explotado: trabajaba un tiempo que no cobraba y parte de su subproducto le era arrebatado por el capitalista. Adaptando esta explicación a la gestión pública de los servicios municipales, sólo caben dos posibilidades: que los beneficios se los apropien enteramente los empleados públicos (en cuyo caso, el servicio público no sería más barato que el privado: únicamente los beneficios redundarían en los trabajadores en lugar de en el capitalista) o que, en efecto, esos beneficios no existan (en cuyo caso, los empleados públicos estarían siendo explotados por la Administración, ya que trabajarían un tiempo durante el que no serían remunerados, gracias a lo cual el servicio público resultaría más barato). ¿Hemos de concluir que la baratura del servicio público se debe a la explotación estatal de los empleados públicos?
Chascarrillo marxistoide al margen, ya hemos explicado en otras ocasiones que el beneficio es un fenómeno indisociable de los intercambios sociales y que tiene dos componentes. Uno, lo que podríamos llamar “beneficio extraordinario” que deriva de producir más barato o con mayor calidad que la competencia. Otro, que podríamos llamar “beneficio ordinario” que se explica porque toda inversión requiere un muy considerable adelanto de capital y la remuneración por tiempo y por riesgo de ese capital constituye el beneficio ordinario (o, dicho de otra forma, el tipo de interés). Que haya beneficios extraordinarios no es algo negativo: una empresa lo hace mejor que el resto y, por eso, transitoriamente obtiene más ganancias. Que haya beneficios ordinarios tampoco es negativo: alguien ha de soportar el coste de adelantar el capital necesario para invertir y ese coste de capital debe ser remunerado. Cuando el sector público provee un servicio, son los ciudadanos, a partir de sus impuestos, quienes adelantan todo el capital necesario para adquirir los bienes de capital fijos que usarán los empleados públicos (y cuyo importe queda reflejado en las partidas de costes indirectos y de amortización que el Tribunal de Cuentas ha obviado en sus cálculos); otra opción, claro, sería que las administraciones públicas le pidieran prestado a un tercero ese capital en lugar de arrebatárselo a los ciudadanos, pero en ese caso le pagarían intereses a su acreedor, y esos intereses jugarían exactamente el mismo papel que los beneficios de una empresa concesionaria.
Por tanto, la gestión pública sólo se ahorra el “coste” de los beneficios ordinarios en el sentido en que se los expropia al ciudadano (el ciudadano está forzado a adelantar todo el capital necesario para prestar esos servicios y, en cambio, no se le remunera el alquiler de ese capital). ¿Lo vuelve eso más barato que una concesionaria? Sólo en el mismo sentido en que podríamos decir que los servicios públicos desempeñados con trabajos forzosos y no remunerados son más baratos que los servicios por concesionaria: lo son porque el coste laboral no se remunera y no se explicita, aunque sí existe (lo internaliza por entero el trabajador). En el fondo, decir que la gestión directa sale más cara que la concesión por ahorrarnos los beneficios empresariales es como decir que el alquiler de un inmueble privado por parte de una Administración Pública sale más caro que su compra. Justamente, el alquiler es un pago que se efectúa para evitar comprarlo, es decir, para evitarnos realizar una fuerte inversión inicial quitándole un dinero a la gente que preferiría evitar en otras funciones.
Las concesiones no son libre mercado
Pese a este aparente alegato a favor de las concesiones de servicios municipales a empresas privadas, conviene remarcar que el modelo ideal del liberalismo frente a la gestión pública no es el de las concesiones, sino la libertad de mercado. Libertad de mercado no es que el político nos siga arrebatando nuestro dinero para entregárselo a una empresa privada en lugar de a una pública, sino que los ciudadanos decidan qué hacer y cómo gestonar sus vidas y sus propiedades… también en los servicios municipales.
Ciertamente, las concesiones competitivas tienen ventajas frente a la gestión pública directa: básicamente, el ayuntamiento dispone de múltiples ofertas (en términos de calidad y de precio) a la hora de prestar un servicio municipal. En la medida en que muchas opciones suele ser preferible a una sola opción, las concesiones parecen preferibles a la gestión directa. Ahora bien, las concesiones también son un terreno totalmente abonado a la corrupción estatal por parte de los grupos de presión. No es un problema exclusivo de las concesiones —los empleados públicos también son un lobby gigantesco que presiona a los políticos para obtener prebendas a costa de los contribuyentes—, pero acaso pueda en ocasiones verse magnificado por las características propias del proceso de concesión.
De ahí que la solución liberal no consista en combinar una oferta de servicios municipales liberalizada con un demanda administrada políticamente, sino en liberalizar oferta y demanda. Eso es justamente lo que propongo en mi libro Una revolución liberal para España: privatizar la provisión de servicios municipales devolviéndoles su gestión y administración no a los políticos, sino a los propietarios de los inmuebles que componen una ciudad y que deberían ser, a su vez, ser los copropietarios de sus espacios comunes.