La violencia no es la negación de la democracia, sino su sostén.
El Gobierno ha celebrado el segundo consejo de ministros esta semana. A su término, ha salido el ministro portavoz, Íñigo Méndez de Vigo, a repetir marianamente la posición del Gobierno: el referéndum no se va a producir, y se impondrá la legalidad frente a los secesionistas. Son las palabras de un oráculo, que anuncian un futuro inexorable, fruto de unas fuerzas que no controla. Mariano ha asumido su papel con tanto ahínco que incluso le ha otorgado parte de sus funciones al Tribunal Constitucional, para que el órgano frene las acciones secesionistas de la Generalitat sin que el Gobierno no tenga que añadir más que un “os lo dijimos”.
Pero ese futuro ya está aquí, desde el 6 de septiembre empieza incluso a ser pasado, y el Gobierno se ve en la obligación de hacer algo. Ya, en una declaración sin precedentes, Méndez de Vigo ha llegado a decir que no descarta aplicar la ley, incluso si se llama artículo 155. ¡Tomar una decisión y aplicar la ley! Extraordinario.
Pero lo más interesante de lo que ha dicho el portavoz del oráculo es que teme que el primero de octubre “pueda haber episodios de violencia”. Vuelve el oráculo para anunciar que podría haber violencia, y ya sabe quiénes la van a ejercer, los extremistas. No entiendo que el gobierno utilice sus dotes de adivinación con este asunto y no con las actuaciones, dentro del ámbito político, que conducen a la secesión de Cataluña. Y no entiendo que haga una declaración sobre un asunto de orden público.
Pero lo más chocante es esto: “La violencia es la negación de la democracia”. El Gobierno, este Gobierno presidido por Mariano Rajoy Brey, no ha dejado de identificar la democracia con el cumplimiento de las leyes. ¿Y cuál es la última ratio de la ley? La violencia. ¿Sobre qué se erige todo el Estado y sus normas? Sobre la violencia. Sin violencia, monopolística pero limitada, organizada pero mal gestionada, como todo lo público, no habría impuestos ni se cumplirían las leyes, ni habría democracia tal como la conocemos. De modo que la violencia no es la negación de la democracia, sino su sostén. En última instancia, para defender la ley hay que ejercer la violencia. Nada extraordinario. Nada imprevisto. Todo contemplado en las leyes. Pero para hacerlo hace falta quitarse la túnica del oráculo.
No hacía falta tener dotes adivinatorias para saber que llegaríamos a este punto. Para entender que la palabra “nacionalidad” es un eufemismo y que los nacionalistas la incluyeron en la Constitución para adoptar el término “nación” en todo su significado. Para comprender que el control, ese sí antidemocrático, de los medios de comunicación más el de las aulas, era para inculcar la idea de que Cataluña es una nación. A ello ha contribuido el Gobierno permitiendo que triunfe el discurso de la división y la exclusión, que desaparezca España como referencia, y que se incumpla la ley si ésta no servía al proyecto secesionista.
Entre los nacionalistas catalanes y los sucesivos gobiernos españoles ha habido un juego en el que los primeros daban pasos hacia adelante, pero nunca atrás. Y los segundos iban cediendo en el bien entendido de que, deslealtad tras deslealtad, los nacionalistas acabarían reposando en una estación de lealtad al resto de España.
Lo previsible era que ocurriese lo que ha ocurrido. Y lo que está por ver es que el Gobierno tome la decisión de echarse la mano al cinto y hacer cumplir la ley.