Hay libros que, de vez en cuando, te sacan una sonrisa, te inquietan, te producen terror o te hacen reír. El libro de Carlos Rodríguez Braun publicado por LID Editorial, Diccionario Incorrecto de la Nueva Normalidad, genera todas esas reacciones en el lector.
Se trata exactamente de eso: un diccionario, escrito en clave irónica, en el que se explica el nuevo significado de términos económicos, se esbozan semblanzas de personajes como Barbra Streisand o los Clinton y se explica la función de organismos tan importantes como la ONU o el Banco Central Europeo. No espere corrección política, no la hay.
Pero, además de una sonrisa, me ha producido una enorme nostalgia encontrarme con la Ley Lucas Beltrán, cuando he llegado a los términos «sector privado» y «sector público». Lucas Beltrán fue un importante economista catalán, liberal, al que tuve la suerte de conocer en sus últimos años de vida.
Quienes le trataron, además de por su compromiso con sus ideas, le recuerdan por ser una buena persona. La Ley de Lucas Beltrán es la siguiente: se llama sector privado a lo que es controlado por el sector público y se llama sector público a lo que no es controlado por nadie.
Así es. Nos hemos acostumbrado a que los medios informativos nos cuenten el impacto de la subida del IVA en el cultivo de la remolacha, los problemas relacionados con las viviendas de protección oficial, el fracaso del plan de ayudas al jamón ibérico, la propuesta de rescate de Abengoa, o que como recuerda el sindicalista Pepe Álvarez, «el Gobierno no ha tenido capacidad de gestión en la crisis del coronavirus».
¿Quién controla la eficiencia y la limpieza de la gestión pública? Existen tapaderas, comisiones, pantallas reflectantes que nos distraen, pero la verdad es que no lo contrala nadie. La Ley de Lucas Beltrán en España es implacable.
Las consecuencias son devastadoras desde muchos puntos de vista: el deterioro del estado de derecho y la pérdida económica son dos de los efectos más importantes de la ausencia de lo que los anglosajones llaman accountability y que se suele traducir por rendición de cuentas.
La Escuela de la Elección Pública ha estudiado profusamente los problemas derivados del mal funcionamiento de las instituciones públicas y privadas por esta causa. Es lo que se conoce como el problema de la agencia o del principal agente. Básicamente se llama principal a la persona o institución que encarga una misión a un agente, que, a su vez, puede ser una persona o una institución. La manera de que los incentivos perversos por parte del agente sean minimizados es una de las cuestiones estudiadas por esta corriente de pensamiento económico.
Por ejemplo, los estudiosos del sector público analizan si la privatización en la provisión de determinados bienes y servicios a la ciudadanía generan incentivos peores o mejores que la provisión de éstos por la administración pública.
La transparencia, los términos del contrato, y otras cuestiones son fundamentales a la hora de evitar comportamientos indeseados. Un paso más allá en estos estudios nos lleva a considerar la aparición de organismos especializados en velar por la eficiencia del desempeño de los agentes, se trata de los fórums, un conjunto de instituciones más conocidos como reguladores. Quién no se ha planteado siguiendo esta línea argumentativa quién vigila al vigilante, a fin de cuentas.
Pero mi planteamiento no es exactamente ese. Yo sitúo a la ciudadanía, a los pagadores de impuestos que mantenemos a los gestores públicos, como el principal. Nosotros delegamos en el Gobierno, que actúa como agente, la provisión de defensa, seguridad, justicia y todo lo que prometieron en su programa electoral. Existen, además, unos «reguladores» que deberían vigilar el desempeño de los gobernantes desde diferentes puntos de vista: se aseguran de que son económicamente eficientes, dicen la verdad, cumplen la Constitución.
La Ley de Lucas Beltrán nos recuerda que esos fórums, esos vigilantes del sector público, no funcionan. Existen nominalmente y nos cuestan mucho dinero, porque tienen un organigrama abultado, y hacen como que hacen muchas cosas. Incluso instituciones como el Tribunal de Cuentas, que presenta informes alarmantes y denuncia atropellos en las cuentas públicas, ve su labor menoscabada por el poco caso que se hace de sus recomendaciones. ¿Por qué no ahorrarnos el dinero de la impostura?
Pero, como hacen los estudiosos de la elección pública, hay que responder con sinceridad a varias preguntas para poder entender el fenómeno que reflejaba magistralmente el profesor Lucas Beltrán en su ley.
¿Por qué el principal, es decir, los ciudadanos, mostramos una especie de apatía colectiva a la hora de pedir responsabilidades a nuestro agente, es decir, las administraciones públicas? ¿Por qué manifestamos una preocupante indiferencia ante la nula efectividad de los vigilantes del agente, a pesar del sangrado presupuestario que suponen? Y, sobre todo, ¿cómo hacer para solucionar la disonancia cognitiva fruto del conflicto entre nuestro comportamiento y nuestras creencias, más allá de la justificación del vampirismo gubernamental?
Los expertos dicen que, para amortiguar la disonancia cognitiva, o bien se modifican las creencias, o bien se modifican la actitud y el comportamiento. En este caso se trata de una actitud terriblemente irresponsable. ¿Estamos los ciudadanos preparados para asumir la responsabilidad de nuestra desidia? ¿O preferimos delegar la vigilancia en partidos políticos que miran por sus propios intereses, digan lo que digan, y ondeen la bandera que ondeen? ¿Exigimos que se dote de verdadero significado a esas instituciones que velan por el buen funcionamiento de la democracia o solamente nos quejamos? ¿Le damos importancia a estas cuestiones?
La negligencia en la vigilancia de la libertad y la ausencia de mirada crítica a quien, en realidad, está a nuestro servicio, explica que seamos tan buenos justificando el abuso de poder al que somos sometidos, el expolio económico que padecemos desde hace lustros, exactamente igual que las personas dependientes justifican las relaciones vampíricas que sufren. Al sector público no lo controla nadie y por eso hace lo que hace: porque puede.