La única diferencia es que mientras los gabachos destrozan las universidades públicas, los nuestros destrozan su hígado y algún que otro escaparate. Bien pensado, la violencia estudiantil de los franchutes, que se niegan a valerse por sí mismos en un entorno de libre competencia (lo único que han aprendido de sus mayores), puede ser un bien para el país si finalmente acaban con todos los edificios de la universidad pública y esa generación estudiantil, que frisa la cuarentena sin haber pegado un palo a l’eau, se ve obligada a estudiar por primera vez en su vida.
En el ruralicio murciano de mediados de los setenta, se apreciaba mucho el trabajo en el campo como vehículo formativo de la juventud. La azada es un instrumento pedagógico de primer orden, sobre todo el modelo 88-A, de extraordinaria eficacia educativa. Y eso por no hablar de la recolección de fruta a mediados de julio, tapado hasta el cuello para evitar la tortura provocada por el puto pellejo de los melocotones. Cuando uno ha practicado asiduamente estas actividades extraescolares, intelectualiza con más facilidad la ecuación "estudio+sacrificio= a tomar por saco el trabajo en el campo", que como todos los teoremas matemáticos no admite excepciones.
Pero no quiero hablar mal de las víctimas de la LOGSE. De hecho, a mí particularmente me viene muy bien que profundicen por esta senda hasta convertirse en una generación de analfabetos alcoholizados con propensión a la vida en rebaño, porque de esta forma, a poco que me esfuerce en su educación, mis hijos formarán parte de las elites del futuro. Como los hijos de los dirigentes socialistas, que se dejan la paga de la querida en buenos colegios privados. Padres antes que rojos, oiga.