La superstición colectiva, espoleada por economistas como Keynes y Friedman, acusó al oro de facilitar las terribles quiebras bancarias. La historia parecía acreditar que el metal amarillo era una bárbara reliquia que sólo sobrevivía gracias a los bajos instintos del personal. Ya en el s. XIX, se decía, los efectos destructivos del oro eran suficientemente conocidos, debido a las numerosas y recurrentes quiebras de bancos.
La conclusión lógica de este desaguisado era evidente: si queríamos tener un sistema monetario y financiero estable, debíamos prescindir del oro. En su lugar, la moneda de curso legal debían ser los billetes fiduciarios que emitieran los diferentes bancos centrales, especialmente la Reserva Federal. Se suponía que expropiando a los ciudadanos la potestad para decidir qué era dinero y qué podían hacer en cada momento con él entraríamos en una nueva era de prosperidad, sin ciclos económicos y, sobre todo, sin las temidas quiebras bancarias.
Durante los 90 Japón emitió algunas señales de que el niño no era tan bonito como lo pintaban. Sí, con una moneda fiduciaria también era posible que los bancos se volvieran insolventes y que las crisis no se resolvieran con un golpe de mano del banquero central de turno.
Aquélla fue también la década de el Maestro. Greenspan encandiló al mundo con sus tejemanejes. ¿Que la economía se desaceleraba? El Maestro sólo tenía que bajar los tipos de interés, como de hecho hizo en 1991-1992 y 2001-2003. ¿Que la economía generaba burbujas inflacionistas? El Maestro sólo tenía que subir los tipos, como hizo en 1994, 1999-2000 y 2004-2005.
¿Quién podía oponerse a un manejo tan científico y exacto de los flujos monetarios y financieros? Crecimiento e inflación habían dejado de ser parámetros problemáticos con la todopoderosa sabiduría de Greenspan. Incluso el precio del oro se derrumbó en aquellos maravillosos años 90, en una aparente pleitesía al Mesías monetario. La modernidad del dinero fiduciario había terminado por triunfar sobre la antigualla del oro.
Pero parece ser que, en última instancia, lo único que relucía realmente era el oro. Ni se aprendieron correctamente las lecciones de la Gran Depresión ni, mucho menos, se quisieron extraer las pertinentes conclusiones del caso nipón en un momento en que EEUU estaba encandilado por el salto tecnológico de internet. No es casual que durante la actual crisis económica el precio del oro se haya disparado, hasta casi doblar el registrado en 2004.
Pocos economistas están dispuestos a prestar importancia a este hecho enormemente significativo. Si el oro dejó de ser dinero cuando Nixon cerró la ventanilla de Bretton-Woods, si el oro es una bárbara reliquia, si no tiene sentido que los bancos centrales tengan reservas del metal amarillo, ¿por qué los agentes del mercado se afanan en adquirirlo en momentos de crisis financiera? La respuesta rápida, arrogante y habitual es que se trata de un valor refugio. Pero eso no resuelve la incógnita; es más, ¿qué significa eso? Pues exactamente lo que los economistas académicos han querido negar durante décadas: que el oro ha sido y sigue siendo el dinero por excelencia de Occidente, pese a todos los infundios que se han esparcido sobre él.
Entre todos esos infundios destacaba uno que acaba de hundirse definitivamente: ése que decía que sólo el patrón oro abocaba a quiebras bancarias generalizadas. Tras las quiebras de Northern Rock, Bear Stearns, Lehman Brothers, Merrill Lynch, Wachovia o Washington Mutual, quizá debiera revisarse la idea de que el patrón oro fue el responsable de las quiebras durante la Gran Depresión.
No es cierto que la Fed fuera incapaz en 1930 de evitar el colapso de las entidades de crédito por las ataduras del metal amarillo. Nada habría cambiado en caso de que hubiera tenido libertad para expandir ilimitadamente la cantidad de dinero, ya que, al contrario de lo que dijo Bernanke en 2002, no es cierto que el Gobierno disponga de una imprenta que le permita devaluar el dólar hasta forzar la recuperación económica (a menos que equipare recuperación con hiperinflación y con la destrucción del sistema financiero).
Lo que estos economistas parecen ignorar es que los bancos centrales sólo pueden inyectar en la economía –y transitoriamente– liquidez, pero no capital: la Fed ni crea nuevos puestos de trabajo ni genera ahorro. Cuando, como sucede ahora o como ya sucedió en la Gran Depresión, los bancos se vuelven insolventes (es decir, el valor de sus activos cae por debajo del de sus pasivos), su rescate sólo puede pasar por una redistribución (voluntaria o coactiva) de la riqueza. Alguien debe destinar sus ahorros a recapitalizar el banco asumiendo las pérdidas que arroje en la actualidad.
Durante el último año, Bernanke ha actuado tal y como le hubiera gustado que actuara la Reserva Federal en 1930. Ha hundido los tipos de interés, ha inyectado tanta liquidez como le ha sido posible y ha depreciado el dólar. El fracaso de esta política ha sido patente: los bancos han seguido cayendo en cascada.
De hecho, el Plan Paulson, aprobado la semana pasada por el Congreso, supone la constatación del fracaso definitivo de la Fed. Finalmente, Bernanke ha entendido que la política monetaria no servía de nada (tampoco hubiera servido durante la Gran Depresión), ya que los bancos no necesitaban que la Fed les prestara continuamente dinero, sino que alguien invirtiera nuevo capital en ellos. Ese alguien, para Bernanke y para la burocracia estadounidense, debía ser el Tesoro de EEUU.
Así pues, el corsé del patrón oro no fue el culpable de la Gran Depresión. La Fed habría sido tan incapaz de rescatar a los bancos entonces como lo ha sido ahora. En ambos casos, la responsabilidad de las crisis radica en las malas prácticas financieras (endeudarse a corto plazo e invertir a largo) incentivadas y respaldadas por la banca central.
La virtud del patrón oro es que pone coto a las excesivas expansiones crediticias y reduce así el número y la extensión de las malas inversiones. Es un ancla que liga la economía financiera con la real y limita la formación de casinos en forma de burbujas o derivados financieros. Por eso la crisis actual amenaza ser devastadora. El destierro del oro no supuso un progreso hacia la estabilidad monetaria, sino un suicidio en toda regla de la arquitectura financiera.
Los que durante años han despreciado al oro recurriendo a argumentos pueriles deberían reflexionar sobre su responsabilidad en esta crisis y, quizá, empezar a replantearse su opinión sobre qué papel debería desempeñar el metal amarillo en el sistema monetario que, en unos años, deberá sustituir al actual.