Siempre he sentido debilidad por las inclinaciones erróneas del alma, por las que nos deslizamos las sombras vacilantes, deformes, que somos. Inclinaciones hacia lo erróneo, lo dañino, lo inmoral. Uno de nosotros miente para darse importancia, o para ocultar una mala acción. Otro come a escondidas lo que se dice a sí mismo que es la última onza de chocolate, por lo menos por hoy. Aún otro, mientras camina hacia la infidelidad, echa al fuego del deseo el sentimiento de culpa, deseando que las llamas lo acaben por devorar. Todos somos un poco así. Nos consolamos pensando que nuestras debilidades, las concesiones que hacemos a nuestros instintos, nos hace más animales, más humanos. Y el espectador imparcial de Adam Smith acaba tomando partido por lo que queremos o, al menos, lo que deseamos.
Debilidad, e incluso ternura. Pero no con todos los fallos de nuestro deleznable carácter; sólo con lo que hacemos con lo que nos pertenece. Hay otras inclinaciones que nos llevan a nuestro propio averno, al que arrastramos a los demás, y lo que les pertenece. El asesinato, el robo, el fraude, la política. Aquí las acciones se cubren, en ocasiones, con algún manto de legitimidad, del que la ideología es el más potente. ¿Asesinato? Era un enemigo de la clase obrera. ¿Robo? Nosotros preferimos llamarlo solidaridad. ¿Fraude? Son las pensiones del futuro. ¿Política? Democracia.
Incluso entre los páramos, las ciénagas, las selvas, los desiertos y las simas del alma hay un criterio moral que separa lo legítimo de lo ilegítimo. Lo nuestro, de lo ajeno. Es sencillo. ¿Nos pertenece? Es nuestra pequeña o gran miseria. ¿No nos pertenece? Estamos cometiendo un crimen.
Un jueves de miseria, como este, lo que me ha sugerido el asunto de las tarjetas en negro de Bankia es esta apresurada taxonomía de lo inmoral. Y así me ahorro el insulto.