El liberalismo está para recordar que todo poder tiene un límite en el reconocimiento de los derechos del individuo.
Los inicios de la opinión pública moderna coinciden con la apoteosis de la nación Estado. La cultura política bebe de esa concepción moderna de la comunidad política. Y el concepto de comunidad política define quiénes somos “nosotros”, y por tanto qué es cada una de las personas que formamos parte de la sociedad.
El concepto de nación es moderno, y está asociado a la Revolución Francesa. El abate Sieyes otorgó a la nación un carácter unificado y total, en el que está depositada la soberanía, el poder político del que brotan las leyes y el modo en que se aplican. Para el abate Sieyes, la nación lleva aparejada la idea de libertad, porque el pueblo ya no tiene que someterse a reglas que no controla, sino que las puede cambiar a voluntad. Sieyes no vió el enorme peligro que tenía esa concepción de la nación, pero ese es otro tema. Nosotros hemos hecho nuestra esa concepción, ahormada por la técnica de cambio de gobierno llamada democracia. No todas las naciones son democráticas, ni mucho menos, pero la democracia encaja especialmente bien con esa concepción de la nación como fuente y locus del poder, y como súbdito de su propio poder.
La democracia, en sentido estricto, puede tener un carácter técnico (una forma de alternar y distribuir el poder). En un sentido político, tiende a tener un carácter totalitario: como el carácter democrático de las decisiones justifica lo que se decide, todo lo que sea decidido democráticamente es automáticamente válido. Ahí está el liberalismo para recordar que todo poder tiene un límite en el reconocimiento de los derechos del individuo.
Ahora, como tantas otras cosas, el concepto de nación está en entredicho. No es ya que se entienda que el poder político no puede ser total, sino que por un lado cada vez hay más problemas que superan el ámbito de decisión de un país; hay más bienes públicos globales, si se pueden llamar así. Y, por otro, el desarrollo de la globalización ha mostrado que lo que mejora nuestras vidas no proviene de la política, sino de la sociedad, de su lado económico que llamamos “mercado”.
La vida de un francés, un estadounidense, un japonés, se parecen. Se mueven en los mismos coches, comen habitualmente comidas parecidas, se divierten prácticamente igual, y comparten referencias culturales, aunque también tengan otras propias. Un conflicto en el otro lado del mundo forma parte del debate político en el propio país. Una generación en casi todo el mundo respondía a la letra X. Otra es millenial.
Es ahí donde encaja la teoría política de Mark Zuckerberg. Kate Losse ha contado su experiencia con el fundador de Facebook. Entró en la empresa en 2005, y en 2009 se convirtió en quien escribía su blog y sus discursos. Desde su entrada en la empresa, veía que no se le caía de la boca la palabra “dominación”. Y con una perspectiva específica: “Compañías por encima de los países”. Pues “si quieres cambiar el mundo, lo mejor es crear una empresa”. David Kirkpatrick habló con Zuckerberg en septiembre de 2006, y en ese momento el joven empresario le dijo que la misión de Facebook era “ayudar a la gente a entender el mundo que le rodea”. Es un proyecto ambicioso, pero una empresa “es un buen vehículo para lograr lograr hacer cosas”. Pero para hacerlas, para ser un instrumento que acerque a Zuckerberg a lo que quiere, necesita tener tamaño; un inmenso tamaño. De ahí su obsesión, que también cuentan quienes le conocen, con el crecimiento. Y sus filantrópicos esfuerzos por llevar internet al África menos desarrollada.
Ahora tiene 2.200 millones de usuarios activos, cuando la población mundial ronda los 7.600 millones. Y le dedican 20 minutos de media al invento. No es sólo que nos entretenga e informe, sino que es el principal documento de identidad digital. En el que viene no sólo nuestra foto, sino muchas de ellas, nuestras opiniones, nuestros gustos, nuestros amigos, nuestra profesión. Y es la llave para entrar en multitud de otras operaciones. Es, en cierto sentido, la identidad de una nueva ciudadanía.
Lo ha dicho el propio Zuckerberg: “En muchos sentidos, Facebook se parece más a un gobierno que a una empresa”. De hecho, toma decisiones que parecen tener ese carácter, como la de expulsar de su espacio a quienes profieran expresiones de odio. O a quienes defiendan el terrorismo. Sólo que para hacerlo, no se vale de un carísimo y torpísimo cuerpo de funcionarios, sino de una tecnología ideada por lo mejor de la ingeniería mundial. La tecnología tiene un genio que considera terrorismo los vídeos de dos mujeres negras, entusiastas de Donald Trump que se hacen llamar Diamond and Silk. Es interesante no sólo que la imparcial tecnología haya expulsado a unas fans de Trump de gran éxito, sino que Zuckerberg lo haya considerado un “enforcement error”. Cito el texto en inglés, porque no tiene una traducción fácil al español. “Enforcement” quiere decir el acto de hacer cumplir la ley. Adopta el papel de un Estado.
Así, Vox ha publicado un artículo en el que le llama Rey. Bloomberg prefiere utilizar un lenguaje más actual, y le llama “dictador benévolo”. Otros análisis señalan que, puesto que se trata de un servicio del que sus usuarios son sus clientes voluntarios, y reciben de la plataforma todo lo que desean, éstos no tienen los derechos de cualquier ciudadano. Lo cual impide que Facebook sea tan fácil de reformar. De ahí también el carácter dictatorial.
La teoría política de Mike Zuckerberg es que puede ocupar el lugar de los Estados, al menos en parte. Ya hay quien se alerta y no ve más que peligros. Pero la realidad, al menos como yo la veo, es que Zuck y sus críticos están equivocados.
No cabe duda de que las empresas hacen grandes contribuciones a la sociedad, y que son ellas las que crean riqueza. El Estado y sus corifeos justifican sus actuaciones como convenientes, e incluso necesarias. Pero no son sus “funciones” lo que le define, sino su poder coercitivo. Y ello impone una diferencia esencial. Porque los problemas políticos son quién ocupa el poder, y cuál es su extensión. Pero el poder permanece. Y Facebook puede desaparecer en un lustro. No creo que pase ahora, pero internet ha destronado grandes monopolios, y Facebook ni siquiera lo es. Su poder es la aquiescencia de dos de cada siete habitantes del planeta. Se la ha ganado, pero la puede perder.