España no debería esperar a ver qué hacen los demás, como no lo ha hecho Alemania.
La industria armamentística es una de las más importantes dentro de las clasificadas como industria pesada en cualquier país desarrollado. No solamente proporciona trabajo a miles de ciudadanos, sino que es una fuente de desarrollo tecnológico. Son memorables los avances en tecnología militar diseñados para matar, que en tiempos de guerra han sido empleados para salvar vidas.
Adam Smith consideraba que uno de los deberes del soberano consistía, precisamente, en la provisión de defensa nacional. Smith no se oponía a las industrias de defensa siempre que fuera necesario para la defensa del país. Siempre que la contribución al comercio fuera productiva merecían la pena. Esto implicaba obtener ganancias pagando sus costes, que incluían las ganancias de los propietarios. Por el contrario, el gasto del gobierno en los costes de los suministros de defensa, los salarios de soldados y marineros, era improductivo porque no los cubrían.
La industria de armamento español se dedica en su mayor parte a la exportación. Somos un país intermedio: compramos a quienes han desarrollado una mejor tecnología militar y vendemos a quienes están por debajo de nosotros en el ranking. No se puede decir que el presupuesto del ministerio de defensa sea excesivo, ni que los militares sean ciudadanos privilegiados por su nivel de vida. Desde mi punto de vista, tampoco su actividad es comparable a la de otros funcionarios, probablemente como sucede con los maestros, en cuyas manos dejamos a nuestros niños.
Estas consideraciones cobran sentido si repasamos los hechos sucedidos en la pasada semana. En concreto, el brutal asesinato del periodista saudí, Jamal Khashoggi, en el consulado de Arabia Saudí en Estambul (Turquía). La trama informativa, anunciando primero la desaparición, ofreciendo imágenes de quien después ha resultado ser un doble del periodista para encubrir su muerte, y la confirmación de que fue descuartizado vivo, ha sobrecogido a la opinión pública internacional que, de repente, se ha planteado qué se puede hacer. ¿Son suficientes las declaraciones y protestas formales ante un hecho abominable?
El conflicto es muy particular porque Arabia Saudí (o Barbaria Saudí como la llama Nassim Taleb) es uno de los países más potentes de la zona, con importantes lazos económicos con los países occidentales. Tampoco es la primera vez que este país es noticia por su transgresión de los derechos más básicos de sus ciudadanos, como la vida y la libertad de expresión. Hay que recordar las acusaciones de financiar grupos y atentados terroristas, especialmente tras el trágico ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre del 2001. La censura a blogueros, como Raif Badawi en 2012, quien tuvo que pagar una elevadísima multa, y fue condenado a recibir 100 latigazos y a 10 años de cárcel; la persecución a periodistas como Israa al-Ghomgham quien espera la resolución de su juicio antes de noviembre, enfrentándose a la pena de muerte mediante decapitación con espada; o el encarcelamiento de familiares sin causa para presionar a periodistas críticos, como Omar Abdulaziz, son ejemplos que muestran solamente los casos que traspasan las fronteras y son conocidos en los países occidentales.
El caso de Khashoggi y Arabia Saudí, a quien España exporta armas y es nuestro principal comprador después de los países de la Unión Europea y la OTAN, ha traído a colación otros casos igualmente sangrantes. Por ejemplo, el de Venezuela y su narco dictador Nicolás Maduro. Muchas son las voces de artistas, políticos y activistas españoles y europeos que se han alzado pidiendo a la Unión Europea adoptar medidas sancionando el comportamiento tiránico de Maduro hacia sus ciudadanos. Me avergüenza decir que muchas de las armas empuñadas para reprimir a la población venezolana que protesta valientemente son españolas.
Alguien me recordaba en redes sociales que sí ha habido protestas por el tema de las armas: la de los trabajadores de Navantia de San Fernandode Cádiz pidiendo que no se frene el contrato de dicha empresa con Arabia Saudí para construir dos corbetas en los astilleros andaluces, y que así no se reduzca la carga laboral. No hay caceroladas, ni manifestaciones pacifistas, ni más flower power. Los periódicos más de izquierdas titulan “El dilema de elegir entre armas y empleo” y se lavan las manos sin posicionarse realmente. La alcaldesa de San Fernando pide a los partidos políticos que “dejen de meter ruido” para no perder los contratos y que haya calma entre la población. Hay que recordar que Cádiz es la provincia con más desempleo de España.
Los más avispados piden que se tomen sanciones (solamente contra Arabia Saudí) y que el Gobierno ayude a la empresa a buscar otros compradores para las corbetas y, eventualmente, asista a los trabajadores compensando las pérdidas por la supresión del contrato.
Entiendo perfectamente la angustia de los trabajadores. Yo he padecido el desempleo en mi familia. Pero no se me ocurre mejor medida contra el paro que la generación de puestos de trabajo por quienes se dedican a ello: las empresas. Así que, tal vez, propiciar una política que no lesione el ahorro, la inversión y la empresarialidad, como es la política económica de Sánchez, sería deseable.
Ya sé los dos argumentos principales de quienes, posiblemente, ahora estén pensando que soy demasiado ingenua. Primero, que todas las armas sirven para matar. ¿Qué diferencia hay entre la sangre derramada por un tirano y la derramada por un gobierno democrático? Y segundo, que, si no les vendemos las armas nosotros, otro lo hará, así que, ya puestos, mejor nos llevamos el contrato nosotros.
La primera cuestión plantea la legitimidad de la guerra. No es el objeto de este artículo. La segunda es más fácil de responder: no todo vale. España no debería esperar a ver qué hacen los demás, como no lo ha hecho Alemania. Tal vez porque Alemania ha padecido a un dictador asesino mientras los demás miraban impasibles. La diplomacia de guante blanco acaba, en muchas ocasiones, teñida de sangre. ¿Esa es nuestra elección?