A los dirigentes chinos les falta por conocer a fondo el pensamiento del Premio Nobel de Economía Friedrich Hayek sobre el crecimiento del orden espontáneo del mercado.
China ha devaluado su moneda varias veces. Es una medida de crisis que tiene aspectos muy negativos. Por ejemplo, la caída del valor de las propiedades chinas. El mayor millonario chino ya perdió 11.000 millones de dólares en la bolsa a causa de esa prestidigitación. Devaluar es una forma instantánea de destruir capital.
¿Por qué lo ha hecho China? Sus exportaciones han bajado un 8% en un año y desea repotenciarlas. Es difícil que lo logre de manera sostenida por ese procedimiento. Los países que habían restringido sus importaciones no van a reanudarlas porque sean un poco más baratas. Las redujeron, como sucede con Brasil y los exportadores de petróleo, por el descenso del precio de las materias primas. Carecen de tantos recursos como tenían en el pasado para adquirirlas.
Es una ingenuidad creer que se puede crecer indefinidamente al 10% anual. Japón, que lo hizo durante 25 años, logró construir una de las sociedades más prósperas de la historia, al extremo de que los futurólogos vaticinaban que el siglo XXI sería japonés, pero desde hace muchos años su economía se ha estancado. No obstante, en el camino creó unas vastas clases medias y un aparato productivo capaz de generar casi pleno empleo. En medio del enfriamiento de su economía, cuenta con un PIB per cápita anual de 37.800 dólares, medido en poder adquisitivo. El mismo de Inglaterra.
China ha dado un gran salto adelante desde principios de los años 80, como quería Mao, pero de la mano de Deng Xiaoping y bajo su consigna procapitalista de «enriquecerse es glorioso». En su asombroso camino hacia el progreso –las verdaderas sociedades progresistas son las que dependen de la empresa privada y del mercado–, el país ha sacado de la miseria a 500 millones de personas, pero todavía le quedan 800 a la espera de que el nuevo modelo las beneficie. El PIB per cápita anual de China es de 12.900 dólares. El mismo de República Dominicana. Le falta mucho para ser una sociedad realmente rica poblada por clases medias.
Por el camino que va, es posible que China no logre sus objetivos y genere un gran descalabro doméstico e internacional. El país ensaya una dualidad económica que probablemente no funcione. Por una punta, la pujanza de los emprendedores y su capacidad para generar riqueza denota un excelente desempeño. Por la otra, la presencia del Estado chino en el diseño del futuro, basado en su supuesta capacidad de predicción de qué sucederá y cómo, conduce al despilfarro y al error.
Un ejemplo clarísimo es el proyecto faraónico de construir un nuevo canal interoceánico en Nicaragua al costo de 50.000 millones de dólares (antes de la devaluación, ahora habrá aumentado).
Supuestamente es el sueño de un empresario privado, pero tras él, obviamente, está el Estado chino. ¿Por qué lo hace? Sin duda, para controlar un trayecto marítimo importante. De la misma manera que intentaban comprar 300 kilómetros cuadrados de Islandia o tener una presencia notable en Groenlandia.
Esas son elucubraciones de los estrategas del Partido Comunista Chino, convencidos de que el control del planeta se logra posicionándose en los lugares supuestamente clave del mundo, en gran medida como hicieron, sucesivamente, Portugal, Holanda, Inglaterra y Estados Unidos durante cinco siglos, sin advertir que las flotas poderosas y el control de ciertos enclaves no eran la causa sino la consecuencia del éxito de las compañías que comerciaban.
Esa mentalidad antigua conduce a la ruina. En realidad, en una economía abierta contemporánea lo que determina el éxito de una sociedad no es el control de las vías marítimas, sino el éxito de sus emprendedores.
Nunca Japón ha sido más poderoso que cuando sus empresarios crearon Sony, Honda, Toyota y el resto de las fabulosas compañías, agónicamente condenadas a innovar y mejorar la calidad de sus ofertas para no desaparecer en las llamas del «fuego destructivo-creador del mercado»de que hablaba Schumpeter.
La planificación por el Estado es un sinsentido en el nivel económico, micro y macro, pero más aún cuando los políticos tratan de adivinar por dónde irá la historia y peor aún cuando intentan guiarla en esa dirección. La demografía, los accidentes naturales, las invenciones tecnológicas y científicas, las acciones imprevistas de las personas cambian súbitamente el curso de los acontecimientos y destruyen el objetivo de controlar el futuro.
A los dirigentes chinos les falta por conocer a fondo el pensamiento del Premio Nobel de Economía Friedrich Hayek sobre el crecimiento del orden espontáneo del mercado. Si lo aplicaran a la geopolítica advertirían la pobreza de las viejas ideas sobre el desarrollo que todavía lastran sus cabecitas.