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Lagrimeo y propaganda

Publicado en Libertad Digital

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El gobierno de los sentimientos se basa en una fina manipulación de las emociones ajenas mientras las propias se mantienen en una calculada calma para poder modular a placer la maniobra

Cuando el gran Santiago González escribió hace ya más de cuatro años “Lágrimas socialdemócratas”, aquella crónica del desparrame sentimental del zapaterismo, no podía ni imaginarse hasta donde iba a llegar la marea. Hasta aquí, querido maestro, y la pleamar avanza amenazando con derribar el dique. La democracia en España, que ha sufrido los embates de guerras, golpes de Estado y toda suerte de pésimos Gobiernos, no se yo si podrá aguantar esta penúltima arremetida del sentimentalismo podemita. Hace tiempo leí no se donde que la revolución que nos trae el partido morado –el de la gente decente, el pueblo… bueno, chico, ya tu sabe, que diría un cubano de Miami–, era una “eclosión emocional” (sic). Luego vino lo de la fábrica de amor (sic), lo de que tienen las entrañas llenas de mariposas (sic) y el sinfín de cursilerías impresas a fuego en Twitter que, por mucha mofa que hagamos de ellas, ahí quedan para la posteridad, para que sirvan a algún historiador del futuro a entender e interpretar correctamente esta época tan infantiloide que nos ha tocado vivir.

La apelación a lo emocional no es nueva. En los años 20 y 30 los novísimos –en aquel entonces fascistas y comunistas– hicieron un uso intensivo de la víscera. Los bolcheviques, por ejemplo, apelaban a las bajas pasiones, especialmente a la envidia, que siempre tiene buena acogida y nos mueve a perpetrar crímenes espantosos que luego razonamos de puertas adentro en nuestra conciencia con la coartada de la justicia, la social, no la otra. Los nazis eran más de avivar la venganza y azuzar la soberbia, pecados capitales ambos en los que los alemanes se han demostrado consumados maestros desde siempre. Los discursos de Hitler y, especialmente, los de Goebbels, están plagados de referencias a lo cojonudos, listos y hasta piadosos que eran los alemanes para, acto seguido, denunciar la conjura que el mundo entero había urdido contra ellos. Siempre resultaba. Cuando hubo que vaciar las ciudades de judíos los orgullosos propietarios de los recién expedidos pasaportes de pureza (racial, se entiende) se apuntaron entusiastas a la limpia. Luego llegaron las deportaciones masivas y los campos de exterminio como corolario inevitable del atracón de chucherías emocionales que los alemanes se habían atizado durante más de una década.

La emoción tiene muchas ventajas respecto al miedo. El tirano competente emplea siempre la primera antes de que las circunstancias –la miseria y la opresión básicamente– derivadas de su tiranía le empujan a valerse del segundo. En Venezuela sin ir más lejos vemos ahora como el régimen ha mudado de uno al otro en cuestión de un par de años. La harina chavista, amasada con sonrisas y lágrimas bolivarianas, se ha transformado en la mohína de Maduro, que saca a los antidisturbios a la calle disfrazados de Robocop a disparar con munición real a diestro y siniestro en cuanto le montan media barricada. La emoción, decía, es el instrumento de dominio definitivo porque el sometido no tiene, al menos temporalmente, la sensación de estarlo. Eso lo saben los mandarines de Podemos, que para algo son casi todos profesores de Políticas, y a eso mismo se afanan en el día a día tratando de que no advirtamos la manipulación.

Porque se trata de eso mismo. Insisto, no hay nada inventado. El gobierno de los sentimientos se basa en una fina manipulación de las emociones ajenas mientras las propias se mantienen en una calculada calma para poder modular a placer la maniobra. El hijo de Bescansa, por ejemplo, bien podría haberse quedado en casa con su padre –que tendrá padre la criatura, digo yo–, o haber acudido al Congreso con la madre y, al menos durante el trámite del juramento, permanecer con la niñera en la tribuna de invitados o en la guardería que, a diferencia de la mayor parte de españolas, las parlamentarias sí disfrutan sin cargo o, mejor dicho, con cargo al presupuesto. Pero no, el vademecum del emocionalista (permítame el neologismo) dice lo contrario. Dice que hay que sacar al niño, subirle a flashazos hasta el escaño, hacerle unos mimos y entregárselo cual ofrenda sacrificial al líder del grupo parlamentario para que la prensa gráfica se ponga morada a tirar fotos. La carga emocional que tiene un bebé es altísima, la que tiene un hombretón de casi cuarenta años tomándolo paternal y protector en brazos es mayor todavía, sobre todo entre las mujeres. No me vengan con lo del machismo, todos sabemos que es así. No hay político que se resista a la plástica de esa imagen. A fin de cuentas a la gente del común le es fácil apropiarse del gesto: si cuida así de bien de un bebé indefenso qué no hará con nosotros, que ya estamos creciditos y que lo único que pedimos es que nos den algo para ir tirando, un puestito fijo en la administración por ejemplo.

La imagen del bebé, como la del beso que le sacudió Monedero a Echenique al término de un mitin el año pasado, comparten más cosas de las que se cree. Son dos piezas perfectas de propaganda sentimental. En principio, y de no mediar sentido común entre la masa –en España por fortuna todavía queda algo de esto–, conjugan en una sola instantánea sentimientos, bondad y voluntad de proteger a quienes más lo necesitan. Poco importa luego que luego los diputados de Podemos apenas tengan hijos. Y no me vale lo de la edad. Casi todos superan los treinta años, edad en la que el español medio de nuestros días empieza a procrear. Lo importante es la manipulación sentimental, convertir esta en propaganda y cimentar la acción de Gobierno en ambos pilares. Podemos por ahora no va a gobernar, pero si lo hiciese podríamos comprobarlo en primera persona en nuestras carnes mortales. Preparémonos. Entretanto Santiago González puede ir ya poniéndose con la segunda entrega, aumentada pero no corregida, que bien podría titular “Lágrimas transversales de los de abajo”.

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