Los costarricenses y los salvadoreños acudirán próximamente a las urnas. En ambos casos lo que está en juego no es la administración del Gobierno, sino el modelo del Estado. En los dos países existen candidatos antisistema, verdaderos dinamiteros políticos, con algunas posibilidades de triunfar.
Los dos políticos son marxistas, o vecinos de ese viejo y desacreditado disparate, indiferentes a la realidad, convencidos de las virtudes del colectivismo, de la planificación centralizada y de la superioridad moral y práctica del Estado para dirigir la sociedad, producir, asignar recursos y repartir la riqueza, pese a la catastrófica experiencia del socialismo real.
Los dos se dicen progresistas, aunque admiran a las sociedades que menos progresan en América Latina. Ambos simpatizan con la dictadura cubana y con el chavismo, no obstante la evidencia de que la isla caribeña es un minucioso desastre desde hace 55 años, mientras Venezuela es el país peor gobernado de América Latina, si lo juzgamos por los niveles de inflación, corrupción, crímenes, desabastecimiento y éxodo constante de capital humano.
Realmente, es sorprendente que los dos personajes no entiendan las ventajas de la democracia liberal, combinada con la existencia de la propiedad privada y el mercado, como fórmula para generar riquezas, fomentar enormes sectores de clases medias y sacar de la pobreza a los más necesitados. Es como si las convicciones políticas les hubieran creado unas cataratas ideológicas que les impidiesen examinar la realidad objetivamente.
Es muy sencillo revisar el Índice de Desarrollo Humano que todos los años publica la ONU y comprobar que los veinticinco países más prósperos y felices del planeta, aquellos a los que acuden en masa los trabajadores del Tercer Mundo en busca de un mejor destino, son, precisamente, naciones en las que prevalecen las libertades económicas y políticas, aunadas a los principios con que surgieron nuestras repúblicas.
Aunque las consecuencias de las gestiones no sean igualmente positivas, porque en los buenos o malos resultados intervienen muchos factores imponderables, nada que no sea mejorable cambia cuando los que gobiernan son socialdemócratas, liberales, libertarios, conservadores o democristianos, variedades todas de la misma familia de la democracia liberal, como prueba el hecho de que esas formaciones logran forjar alianzas temporales sin dificultades insuperables y son capaces de rectificar sin violencia los errores cometidos.
Pueden ser repúblicas presidencialistas o monarquías parlamentarias, países diminutos o enormes, pero todos comparten los mismos valores y tienen similares características institucionales: democracia plural, respeto por los derechos humanos, cambio periódico de las autoridades mediante elecciones libres, división de poderes, igualdad ante la ley, meritocracia, rendición de cuentas, respeto por la propiedad privada, mercado, competencia y una suerte de principio de subsidiariedad.
En esas naciones, hoy, tras más de cien años de experiencia, saben que el Estado sólo debe convertirse en agente económico, y siempre con carácter provisional, en los pocos ámbitos en que la sociedad civil no sea capaz de actuar. Casi todos coinciden en que los ciudadanos no deben vivir del Estado, sino al revés: es el Estado el que existe gracias al esfuerzo de los ciudadanos.
Esa fórmula, la democracia liberal, la más exitosa que ha conocido la historia, además, otorga a la sociedad civil la posibilidad de exigir a los funcionarios que cumplan con su deber, siempre subordinados a la ley, porque son servidores públicos. Se les paga para que obedezcan a la sociedad de acuerdo con las reglas aprobadas, no para que la manden a su antojo.
Es posible que los dos candidatos ultrarradicales, el tico y el salvadoreño, defiendan sus propuestas políticas afirmando que en sus países ese modelo no ha dado los mismos resultados que en las veinticinco naciones de marras, pero no hay la menor duda de que la culpa no es del modelo, que ha funcionado en todas las latitudes y en todas las culturas, sino de quienes lo han aplicado torpe o limitadamente.
Lo que se necesita en América Latina son buenos reformistas democráticos y no malos dinamiteros. Ya sabemos lo que ha sucedido cuando los malos dinamiteros de la izquierda y la derecha han experimentado con el fascismo, el militarismo, el comunismo, las terceras vías o esa amalgama autoritaria a la que llaman socialismo del siglo XXI. Ojalá que ticos y salvadoreños no caigan en ese abismo insondable. Luego es muy doloroso escapar de este miserable agujero.