La frase que titula este artículo no es mía: la leí el lunes al periodista y amigo John Müller en Twitter, refiriéndose a la noticia de que se ha vetado la participación de escritores masculinos en un concurso literario sobre igualdad de género.
Pone de relevancia la importancia de que las instituciones, como los cuartos de baños, mantengan una pulcra limpieza y desinfección. Y, también, la constatación de que en muchos lugares públicos no se contemplan este prurito tan relevante para la salud. El avance en la construcción del alcantarillado, o en la adopción de costumbres higiénicas, como lavarse las manos, han supuesto un cambio muy notable en la evolución demográfica de las sociedades avanzadas.
Tal y como sucede con la calidad institucional en las democracias del siglo XXI. El Estado de derecho, que implica una extremada pulcritud y asepsia por parte del ejecutivo, ha traído consigo una prosperidad pacífica inusual que, desafortunadamente, peligra más con cada día que pasa.
El foco de la sociedad se centra en los intereses de los partidos políticos que, de manera inexplicable, los ciudadanos parecen haber aceptado como superiores a los suyos propios.
La lucha de clases, fracasada en su versión original marxista, trató de renacer enfrentando a hombres contra mujeres, indigenistas contra mestizos, ecologistas contra innovadores, blancos contra las demás razas. Pero, la realidad es que el nuevo binomio dialéctico son los buscadores de rentas frente los generadores de rentas.
Entre los primeros, destacan aquellos ciudadanos que se arrogan el mérito de vivir a costa del otro y lo imponen mediante la coacción. Con el voto de quienes pagan su sueldo y sus dietas, se esconden detrás del tan mentado «servicio público», pero buscan mantenerse en el poder porque no tendrían acceso a esas rentas si tuvieran que competir, de verdad, por un puesto de trabajo. Me refiero a muchos políticos, y en particular, a los que componen nuestro gobierno y sus aledaños.
La mayor sujeción de una persona bien sea a otra, bien sea a una institución, es un perjuicio para ella, pues no podrá tomar decisiones de manera completamente libre, sesgada, si acaso, por sus propios errores que, por otro lado, no hacen sino reflejar su humanidad.
Por eso, todo el mundo entiende que la emancipación económica es buena. Para algunos, como yo, esa es, además, una de las bases para defender la reducción de la dependencia del Estado por parte de los ciudadanos. Pero hay mirada diferente hacia la dependencia ciudadana del estado.
Para un Gobierno cualquiera, alardear de que el número de dependientes es mayor es un contrasentido, que sólo se entiende si se acepta que el objetivo de ese gobierno es simplemente someter.
Un Estado moderno, sano, que busca el bienestar de sus ciudadanos, debería tratar, por todos los medios, que todo el mundo disfrutara de la tranquilidad de espíritu que produce saberse independiente económicamente. Por supuesto, en una sociedad hipercompleja, todos dependemos de todos. Pero, cuando esa codependencia se manifiesta en forma de intercambio pacífico y voluntario, como sucede en el mercado, la cosa cambia.
Sin embargo, no parece que nuestros gobernantes se sientan frustrados por la mayor dependencia económica de los españoles y se jactan de lo que señala su fracaso. De hecho, la gestión de los fondos europeos nos va a arrebatar de un zarpazo, un importante pedazo de esa maltrecha independencia.
Por lo que se está filtrando del borrador del decreto ley que regulará la gestión de los fondos europeos, la idea es canalizar la participación del sector privado mediante la creación de sociedades de economía mixta, controladas por el gobierno. Es decir, el Gobierno pone en marcha todavía más incentivos para que se produzca lo que hoy se conoce como cronismo, la colusión entre intereses empresariales y partidistas, que abona el terreno político para que florezcan privilegios a empresarios afines al régimen y, probablemente, más corrupción.
También significa que el gobierno toma las riendas de la inversión y decide qué y dónde invertir. Y me temo lo peor. Porque llevo años estudiando innovación, en mi caso educativa, y sé lo fácil que es que te den gato por liebre.
Hay mucho cantamañanas que se arropa en esto de la innovación y la digitalización. Porque cuando se habla de transformación digital no se hace referencia a utilizar aplicaciones online intensivamente y ya está.
Se trata de darle la vuelta a los procedimientos como a un calcetín. Y eso implica cambiar, en muchas ocasiones, la estructura productiva, los recursos empleados, la estructura de costes, etc. Y para llevar a cabo esa transformación digital tiene que darse un entorno propicio en el mercado, para que sea éste, y no el gobierno, quien señale qué encaja mejor y qué no, con las necesidades del propio proceso.
Mi desconfianza del Gobierno no es un prejuicio: llevamos casi un año de gestión terrible de la pandemia, tanto sanitaria como económica, entre otras cosas. Y antes de la pandemia, diferentes medios se preguntaban por qué España no ahorraba, como otros países europeos, a pesar del incipiente crecimiento. Estamos marcados por el estigma del sobre endeudamiento y el sobre gasto político.
Así que la lectura de los titulares que apuntan al Gobierno Sánchez-Iglesias canalizando los fondos, liderando la inversión privada y llevando las riendas del proceso de innovación digital, a mí me produce vértigo. Además de la desconfianza que acabo de mencionar, porque el entorno en el que se va a producir es el de unas instituciones que, lejos de asegurar asepsia, están como los baños del peor bar de carretera que uno imagine.
Mientras tanto, espero que todos pasen una Nochebuena y una Navidad tranquila y con salud.