La Shoá es la culminación de dos corrientes de pensamiento que, trágicamente, han estado y siguen estando presentes en la mente de millones de europeos. La primera es una descarnada judeofobia, el odio al judío en tanto que judío. La segunda es la fe ciega en el Estado, la creencia de que toda aspiración humana es legítima en tanto se encauce a través de los mecanismos políticos. Para los nacionalsocialistas, el Estado alemán era el único capaz de ofrecer la "solución final" al problema secular europeo, la dominación judía.
El genocidio necesita de un soporte ideológico donde el individuo haya sido privado de sus derechos naturales, donde el Estado haya nacionalizado el ordenamiento jurídico. Si nuestra libertad emana de la Constitución o de las leyes y no las antecede, la Constitución o las leyes pueden derogar nuestra libertad.
La necesidad de evitar la repetición de semejante barbarie condujo a que muchas personas se replantearan su tirria antijudía y señalaran con el dedo a todos aquellos que siguieran blandiendo las opiniones racistas que sirvieron de caldo de cultivo a los nazis.
Se trata de una actitud loable y necesaria. La mentira debe de ser combatida siempre y en todos los campos. Es necesario sacar a la gente de su ignorancia, exorcizar sus supercherías, supersticiones y errores. Como sentenció acertadamente Ludwig von Mises: "Si ellos siguen repitiendo sus mentiras, nosotros tenemos que seguir repitiendo la verdad".
Sin embargo, no debería confundirse la lucha contra la mentira con el uso de la violencia para reprimir al mentiroso. La mentira sólo puede ser erradicada a través de la verdad. La represión sólo oculta las falacias: impide que se exhiban públicamente, pero no acaba con ellas.
En los últimos días hemos conocido la condena a tres años de prisión del supuesto "historiador" británico David Irving, por haber negado el Holocausto. Desde hace varias décadas se ha fraguado todo un movimiento, que incluye a los herederos ideológicos del nazismo y a socialistas tan renombrados como Noam Chomsky, dedicado a reelaborar, refinar y asentar sobre bases nuevas el ancestral odio hacia "lo judío".
La negación del Holocausto tiene como objetivo poner de relieve el victimismo judío sobre un falso genocidio, en virtud del cual se les habría concedido la prebenda del Estado de Israel. El sionismo habría planeado desde un principio la recuperación de la Tierra Prometida mediante la construcción de la Shoá. La construcción de una nueva conspiración tomaba cuerpo.
En consecuencia, Israel debe desaparecer por asentarse en la mentira. Los neonazis patrocinarán nuevos campos de concentración, y la izquierda el terrorismo palestino y los bombardeos iraníes, pero su objetivo es el mismo: alentar la aversión hacia los judíos para legitimar la violencia contra ellos.
Hemos de combatir semejantes mentiras y prejuicios; hemos de denunciar los brotes judeofóbicos cada vez que se produzcan. Pero no debemos justificar la violencia contra la mentira. No podemos permitir que los conceptos se confundan. No debemos conceder un poder sancionador para hacer prevalecer la verdad.
La condena a Irving es un error; no porque tuviera razón –que, obviamente, no la tenía–, sino porque la veracidad o la falsedad de unos hechos no pueden dar paso a la privación de la libertad. El juicio estaba viciado de origen: confundía la necesidad de refutar la mentira con la legitimidad para castigarla.
Y esto es particularmente peligroso por dos motivos. En primer lugar, porque no consigue eliminar la mentira. Como ya hemos dicho, sólo la verdad hace remitir las sombras de la ignorancia. Limitar determinadas expresiones sólo evita que se difundan por esa vía, pero no acaba con el error; es más, hace crecer una suspicacia que puede ser utilizada, de manera victimista, por quienes se ven censurados.
Pero, en segundo lugar, y sobre todo, porque refuerza la segunda de las corriente que hemos mencionado al principio. La Shoá no sólo fue posible por la judeofobia, también por la idea de que era legítimo encauzar el odio a través de la violencia, y particularmente a través de la violencia del Estado.
Considerar que una organización política tiene la obligación de sancionar a quien mienta abre el camino al control estatal del pensamiento. Si insuflamos a la ciudadanía la idea de que la libertad de expresión sólo es válida cuando se utiliza de manera correcta y responsable –cuando no se miente–, entonces estaremos enterrando la posibilidad de discrepar.
Por supuesto, la de Irving no era una discrepancia ingenua; sus mentiras se inscribían en una táctica difamatoria más amplia contra los judíos. Sin embargo, tampoco las intenciones pueden ser juzgadas: aun cuando tengamos la convicción de que Irving no era sincero en sus juicios históricos, de que mentía deliberadamente, no cabe acallarlo. Hay que ridiculizarlo y destapar sus mentiras, pero no confinarlo en prisión.
El Estado no debe subordinar la libertad de expresión a su juicio sobre la verdad ni a su opinión sobre las intenciones últimas de determinadas opiniones. La libertad no debe ser tamizada por controles administrativos. De hecho, sin libertad de expresión (de debate, de discusión y de contraste de opiniones) resulta imposible alcanzar la verdad, pues ésta queda petrificada en la forma arbitrariamente establecida por el Estado; sólo aquello que reciba el certificado público merece ser calificado como cierto.
En momento en que miles de musulmanes claman por censurar a los occidentales (recordemos la pancarta: "La libertad de expresión es el terrorismo occidental"), no podemos depositar en las manos de los políticos la capacidad para juzgar y censurar las opiniones de las personas. La tentación del uso y el abuso –la corrupción inherente al poder que detectara Lord Acton– es demasiado fuerte.
Pero hay que oponerse a cualquier género de censura no sólo porque carezcamos de garantías de que no vaya a ser utilizada en el futuro contra nosotros mismos, sino porque las ideas, en definitiva, no delinquen; lo hacen los individuos que utilizan las ideas para practicar la violencia.
Como decía hace unos días el rabino Daniel Lapin: "Perseguir a la gente que cree y dice cosas ofensivas es peligroso para todos nosotros. Coloca un poder ilimitado en manos del gobierno. Al fin y al cabo, una vez el Gobierno afirma saber qué es la verdad y se atribuye el derecho a castigar en función de las ideas, estoy siendo en la práctica esclavizado".
Las personas como Irving deben ser marginadas y excluidas de las sociedad libres, pero en ningún caso deben ser objeto de encarcelamiento. La mayoría no puede alzarse como juez de la verdad para luego linchar al condenado. La violencia sólo puede utilizarse a modo de defensa; la iniciación de la violencia nunca es legítima.
Irving es un miserable y un mentiroso por sus opiniones, pero no un criminal. Conviene tener clara la diferencia.