El Maestro, como se le llamaba en los ámbitos académicos y periodísticos, fue el presidente de la Reserva Federal entre 1987 y 2006. Su mandato estuvo marcado por utilizar la política monetaria para calentar y enfriar la economía, dependiendo de las circunstancias. Así, por ejemplo, cuando la actividad se estancaba, Greenspan bajaba los tipos de interés y cuando la inflación repuntaba en exceso, los incrementaba.
En cierta medida, sus decisiones se consideraban un ejemplo de gestión científica de la moneda y el crédito. Gracias a él, las palabras inflación y depresión parecían haberse convertido en estigmas de una economía primitiva y arcaica.
Greenspan, sin embargo, no parecía entender que mediante manipulaciones monetarias no puede crearse riqueza, como mucho puede evitarse que se destruya. Cuando la Fed bajaba los tipos de interés, estaba promoviendo una expansión artificial del crédito hacia proyectos de inversión que no eran rentables. Simplemente no podemos invertir sin haber ahorrado con anterioridad, por mucho que el banco central de turno manipule temporalmente los tipos de interés para hacernos creer que el ahorro disponible ha aumentado.
Así, después de que Greenspan provocara y pinchara la burbuja de las puntocom, Estados Unidos se vio abocado a una recesión, que no es más (como todas las recesiones) que un proceso para limpiar la economía de las malas inversiones. Algo así, salvando las distancias, como la resaca, que no es más que la exteriorización del proceso de eliminación de toxinas después de una borrachera.
El Maestro, sin embargo, no quiso afrontar este necesario proceso de ajuste (que se vio repentinamente agravado por el shock que supuso el 11 de septiembre), e inició la rebaja de tipos de interés más drástica (hasta entonces) de la historia de Estados Unidos. Así, por ejemplo, entre 2003 y 2004 mantuvo los tipos al 1%, una cifra poco más que testimonial para permitir que la pirámide de deuda sobre la que reposaba buena parte de la economía estadounidense (las familias, el Gobierno y muchas empresas) se disparara sin control. Durante años, el crédito fácil propiciado por Greenspan afluyó a todas partes: al déficit público, a los automóviles, a las adquisiciones de empresas y, sobre todo, a las viviendas.
Como en España, los bajos tipos de interés dispararon la demanda de inmuebles y, con ella, sus precios. Se genero así una burbuja que facilitó que los bancos ya no tuvieran que preocuparse por la solvencia de sus deudores, ya que si el hipotecado dejaba de pagar, siempre podían vender su vivienda a unos precios que no dejaban de aumentar. El propio Bernanke, actual presidente de la Fed, en uno de los ejercicios de miopía más notorios de la reciente historia de Estados Unidos, tranquilizó a los más suspicaces jurando en 2005 que no existía ninguna burbuja en el mercado inmobiliario. Sólo el infinito era el límite del precio de las viviendas.
Obviamente, cuando todos estos pronósticos se revelaron fallidos, los bancos, que habían prestado fondos por un importe de unas 25 veces su capital, se toparon con que estaban quebrados. Bastaba con que sus deudores no les devolvieran alrededor de un 5% de sus créditos para que tuvieran que echar el cierre a lo Lehman Brothers.
Ahora, Greenspan, que algo sabe de la génesis y el desarrollo de este desastre, aparece en The Economist advirtiendo de que los bancos tienen que recapitalizarse. Y tanto, porque si las leyes tradicionales del mercado (ese que supuestamente se ha llevado hasta sus últimas consecuencias) se hubiesen aplicado con el más mínimo rigor –por ejemplo, en materia concursal– pocas entidades de crédito quedarían actualmente en pie.
El problema de esta perogrullada es que no queda muy claro cómo va a lograrse. Los bancos son los primeros que, desde hace tiempo, saben que necesitan recapitalizarse a toda costa. Por eso han estado negociando fusiones, emitiendo acciones, vendiendo activos y restringiendo el crédito. Pero el resultado ha sido insuficiente para compensar las pérdidas derivadas de los impagos y de la depreciación de sus activos.
¿Cómo lograr, por tanto, la recapitalización? Greenspan reconoce que los planes de rescate públicos no son soluciones definitivas (probablemente porque tema la quiebra el Estado), así que aboga por que los precios de la vivienda y de las cotizaciones bursátiles vuelvan a aumentar (con lo que las emisiones de acciones y de deuda serían mucho más efectivas).
Pero esto no es más que una petición de principios. ¿Cómo lograr que la vivienda y las acciones vuelvan a encarecerse? Aunque no lo especifique en su artículo, supongo que Greenspan abogará, como ha hecho su sucesor Bernanke, por bajar los tipos de interés para que el crédito vuelva a dirigirse hacia la vivienda y hacia la bolsa. Pero mucho me temo que esto sólo equivale a echar dinero bueno sobre dinero malo. Si los precios de todos los activos están cayendo, es porque todo el mundo (incluidos los bancos) están tratando de reducir su excesivo endeudamiento mediante la liquidación de sus activos. ¿Cómo podemos esperar que unos bancos sin capital y que pretenden disminuir su endeudamiento sean los impulsores de una nueva expansión del crédito, por mucho que lo abarate la Fed? De ninguna manera, y Greenspan lo sabe (o debería saberlo).
La crisis sólo terminará cuando el ahorro aumente y se dirija, en forma de inversiones, hacia la adquisición de unos activos cuyos precios se hayan abaratado lo suficiente como para volverlos atractivos y rentables (es decir, que al contrario de lo que receta Greenspan, no conviene frenar como sea todo ajuste de precios de los activos). Se trata de un proceso largo que ya lleva meses en marcha, pese al desmesurado alarmismo político sobre la parálisis e inoperancia del mercado. Sólo cabe esperar que ni que el gasto público de los Paulsons y Obamas ni las políticas monetarias suicidas de los Greenspans y Bernankes lo entorpezcan tanto como para aplazarlo sine die.