¿A qué se debe este disparatado incremento de las regulaciones? No, desde luego, a la crisis financiera de 2008.
El capitalismo es un sistema productivo basado en la propiedad privada de los medios de producción. Tal propiedad privada no solo implica que los accionistas de una empresa (sus dueños) están legitimados para adoptar las decisiones sobre qué y cómo producir (o, al menos, son ellos quienes escogen a los que las adoptan) sino también que cualquier persona que posea medios de producción tiene el derecho a tratar de ensamblarlos en un plan empresarial para así competir con otras compañías existentes. Es decir, del principio de propiedad privada sobre los medios de producción también se deriva el principio de libre competencia: si careciera del derecho a usar mis medios de producción tal como yo deseo —por ejemplo, para competir contra otros—, no sería plenamente dueño de ellos.
En todo mercado, la competencia suele revivificarse cuando existen beneficios extraordinarios: si una compañía se hincha a ganar dinero por encima del coste de sus factores productivos, tenderán a aparecer nuevas compañías que reproduzcan su plan de negocios, adquieran sus mismos factores productivos, incrementen la producción y, en suma, erosionen esos beneficios extraordinarios. Una forma en que los economistas solemos medir las ganancias extraordinarias dentro de una empresa o de una industria es la llamada Q de Tobin: la ratio entre el valor de mercado de los activos de una empresa y el coste de reposición de esos activos.
En principio, si una compañía es más valiosa (esto es, se espera que gane a largo plazo más dinero) que lo que costaría hoy crear esa compañía desde cero, entonces es que existen beneficios extraordinarios que deberían espolear la competencia. Y, de hecho, así ocurría tradicionalmente: hasta finales de los noventa, la elasticidad entre la Q de Tobin y la entrada de nuevas empresas solía ubicarse en 0,4; esto es, si la ratio de Q de Tobin de una industria aumentaba en 0,1 puntos, el número de empresas en ese sector tendía a crecer un 4% durante los siguientes dos años. Sin embargo, desde los albores del siglo XXI, la elasticidad ha caído a cero: por tanto, aun cuando en una industria aparezcan beneficios extraordinarios, no se genera ningún tipo de reacción competitiva en forma de entrada de nuevas empresas. ¿Por qué? ¿Por qué el capitalismo está perdiendo su intrínseco dinamismo competitivo?
Al respecto, existen dos posibles explicaciones. La primera es que los costes de entrada se han incrementado: por ejemplo, porque el capital inicial para constituir una nueva empresa ha aumentado o porque los activos intangibles —aquellos no adquiribles en el mercado— son cada vez más importantes. La segunda es que las industrias dentro de nuestra economía se estén transformando en industrias caracterizadas por rendimientos crecientes a escala: a saber, que cuanto más grandes son las empresas, más productivas se vuelven y, por tanto, más complicado resulta competir contra ellas siendo una pequeña firma (y, en un mundo globalizado, las empresas tienden a crecer de tamaño, volviéndose potencialmente inexpugnables).
Muchos prejuicios anticapitalistas suelen enfatizar la idea de que el capitalismo tiende inevitablemente a la concentración (“los grandes tienen ventaja”) y que eso, al final, termina socavando sus propias esencias. De ser así, la menguante entrada de nuevas empresas a industrias con ganancias extraordinarias resultaría explicable o por determinados costes de entrada (como el capital inicial o la presencia de activos intangibles) o, especialmente, por los rendimientos crecientes a escala. Pero los economistas Germán Gutiérrez y Thomas Philippon han puesto de manifiesto que ninguna de estas hipótesis encaja con los datos: los rendimientos a escala apenas han aumentado y no correlacionan bien con el dispar ritmo de entrada en las distintas industrias. Al contrario, la única explicación compatible con la evidencia disponible es que los costes de entrada se han disparado por un motivo muy específico: la creciente carga regulatoria a que se enfrentan las empresas. A mayor número de regulaciones, menor creación de nuevas compañías y, por tanto, mayor consolidación de los beneficios extraordinarios de las empresas incumbentes.
Ahora bien, ¿a qué se debe este disparatado incremento de las regulaciones? No, desde luego, a la crisis financiera de 2008, pues la tendencia al alza venía de mucho antes. ¿Acaso entonces a la expansiva necesidad de que el Estado solvente fallos de mercado a través de su intervención legislativa? Aunque ese fuera el caso, deberíamos aceptar entonces que un subproducto de esa intervención legislativa será el de aumentar los costes de entrada en las distintas industrias y, por tanto, mermar la competencia: las presuntas soluciones a los fallos del mercado generarían un estrepitoso fallo del Estado. Pero existe un problema adicional que Gutiérrez y Philippon también ponen de manifiesto en su trabajo: esas crecientes regulaciones terminan siendo aprovechadas por los ‘lobbies’ para dañar a las pequeñas empresas y, por tanto, dificultar que devengan grandes y planten cara a sus beneficios extraordinarios. No es solo que cada vez haya más regulaciones que encarecen el coste de crear una empresa, sino que además gran parte de esas regulaciones están expresamente diseñadas para perjudicar a las pequeñas empresas por mandato de los ‘lobbies’.
En definitiva, la menguante rivalidad dentro de la economía estadounidense y su, por tanto, creciente oligopolización corporativa no se deben a las dinámicas propias del capitalismo sino a la hiperregulación estatal de las relaciones sociales y a la instrumentación de esa maraña regulatoria por grupos de presión organizados. Para contrarrestar esta nefasta tendencia existen, como siempre, dos alternativas. La primera pasaría por tratar de meter en vereda a los ‘lobbies’ para que no contaminen con sus sectarios intereses las regulaciones públicas: pero, dejando de lado lo poco realista de esta propuesta (todo regulador es capturable por los ‘lobbies’, incluso aquellos encargados de controlar a los ‘lobbies’), seguiríamos teniendo el problema de que el aumento de las regulaciones (incluso las bienintencionadas) continuaría elevando los costes de entrada de las empresas y, por tanto, cercenando la competencia. La segunda, en cambio, consistiría en desregular y liberalizar: es decir, en descargar la economía de normativas que solo imponen costes artificiales a las empresas (y que pesan relativamente más sobre las espaldas de las pymes) para que, además, los ‘lobbies’ no tengan la oportunidad de plasmar sus intereses en un texto legal. La mejor forma de evitar que los grupos de presión instrumenten el BOE en su favor es reducir al máximo los espacios en blanco de ese BOE: normas mínimas, simples, transparentes y simétricas para todos. Ahí no caben los ‘lobbies’ y sí la libre competencia.