Le faltó añadir la coletilla "valga la redundancia" y el resultado hubiera sido como para recoger firmas, pero Aguirre tiene muy buen corazón y no suele excederse con el adversario excepto cuando acude a los micrófonos de la SER, y ello por estrictas razones de legítima defensa como es bien sabido.
Es dudoso que el presidente del Gobierno haya interpretado esa serie de adjetivos como una ofensa, pues, en efecto, sus prioridades políticas son las mismas que los sindicalistas, su ideología retrógrada y su conducta con los otros "agentes sociales" más propia de un piquetero.
En realidad, lo que hizo Esperanza Aguirre fue definir al personaje con tres simples trazos con los que todos deberíamos estar de acuerdo, comenzando por los empresarios del sindicalismo y sus liberados (de trabajar) gracias al dinero ajeno, y terminando por el propio Zapatero, pues el mayor mérito que puede recibir un líder identificado con un lobby y una causa es que el adversario político dé por sentada esa feliz conjunción.
Con pañuelo rojo en las fiestas mineras o su corbata de diseño en La Moncloa bramando contra la patronal, el comportamiento de Zapatero es exactamente el descrito por la presidenta madrileña, a mayor gloria del movimiento sindicalista español, felizmente anclado en el siglo XIX. Para Zapatero, como para la mayoría de los camaradas sindicalistas, el capitalismo es el culpable de todos los males planetarios, los empresarios unos egoístas sin escrúpulos que roban el fruto del trabajo de las clases proletarias y el Estado el bien supremo cuya principal misión es trincar dinero de los bolsillos decentes para dar subsidios a sus votantes cautivos.
Cuentan las crónicas que Zapatero aceptó las excusas presentadas por Aguirre en un tono de gran cordialidad. No podía ser de otra forma; no había nada que perdonar.