El punto de partida es que los padres son los tutores legales de sus hijos y, por tanto, es a ellos a quienes les corresponde en principio determinar su educación.
La principal exigencia de Vox en las negociaciones para alcanzar un pacto de gobierno en Murcia o en Madrid no se refiere ni a los impuestos, ni a los inmigrantes, ni a la natalidad, sino a la educación: la formación de Santiago Abascal reclama el derecho parental a escoger la educación de sus hijos. Y hace bien: los padres, salvo que hayan sido desposeídos de la patria potestad debido a algún tipo de maltrato grave o persistente contra el menor, son los tutores legales del niño y, por tanto, aquellos a quienes les corresponde escoger qué tipo de formación ha de recibir para —eso sí— facilitar su desarrollo como adulto funcional dentro de nuestras sociedades. En otras palabras, si bien los menores no son unos muñecos que los padres tengan legitimidad para manipular caprichosamente, mucho menos cabe considerarlos las cobayas ideologizables de políticos y burócratas.
Por supuesto, existen dudas más que razonables acerca de cuán elástico sería en la práctica el respeto a la libertad parental por parte de Vox dentro de un mundo que ellos mismos juzgan invadido y controlado por la bicha del “marxismo cultural” (¿tolerarían, por ejemplo, que los padres escogieran enseñanzas antiespañolas o anticatólicas para sus hijos?). Pero, en todo caso, el principio de fondo es acertado: son los padres —y no los políticos— quienes ‘prima facie’ han de determinar la enseñanza de sus hijos. Y deben poder hacerlo de un modo mucho más amplio que el restrictivo «pin parental» propugnado por la formación verde, el cual sólo constituye un limitado derecho de veto de los padres sobre algunas materias impartidas por el centro docente.
La efectiva libertad de elección parental para orientar la educación de sus hijos requiere, por un lado, que cada centro de enseñanza cuente con una amplia autonomía para determinar sus planes de estudio (los cuales, a su vez, estarían fuertemente condicionados por las pruebas de admisión que debería tener derecho a establecer también autónomamente cada universidad); por otro, que los padres dispongan de la libertad de escoger centro de enseñanza para sus hijos, como poco a través de un sistema de cheque escolar (es decir, la asignación de una dotación económica a cada familia para que sufraguen la matrícula de sus hijos en aquella escuela que ellos mismos escojan).
A este último respecto, es verdad que la evidencia internacional con respecto a la eficacia de los cheques escolares resulta controvertida: aunque en los países en vías de desarrollo sí parecen contribuir a mejorar los resultados cosechados por los estudiantes, en los países desarrollados no está claro que tengan una incidencia muy marcada sobre los mismos —ni los mejoran, ni los empeoran—. Para algunos oponentes a la liberalización de la enseñanza, que los cheques escolares no mejoren significativamente los resultados lectivos de los menores constituye un argumento de peso para oponerse a ellos. Pero no deberían.
Primero, porque los sistemas de cheques escolares suelen implementarse sin que simultáneamente se liberalicen los planes educativos, lo cual impide que los centros de enseñanza oferten programas docentes radicalmente mejorados con respecto a los presentes. Segundo, porque la evidencia sí es concluyente en revelar que la existencia de un sistema de cheques escolares —y, por tanto, de un aumento de la competencia entre la escuela pública y la privada— mejora la calidad de los centros públicos (los cuales han de esforzarse por retener a sus estudiantes). Tercero, porque la evidencia también comienza a apuntar que los cheques escolares conllevan beneficios sobre los alumnos que van más allá de sus calificaciones lectivas: por ejemplo, contribuye a incrementar sus años de escolarización así como a mejorar algunos factores no cognitivos que redundan en una mejor calidad de vida (menor incidencia de embarazos adolescentes y mejoría de la salud a largo plazo merced a la adquisición de hábitos más productivos). Y cuarto, y acaso más importante, porque si la evidencia no apunta a que la libertad de elección parental perjudica de ningún modo significativo a los menores, entonces esa libertad de elección —vía cheques escolares— debería ser escrupulosamente respetada y no conculcada por nuestros políticos y burócratas.
Recordemos que el punto de partida es que los padres son los tutores legales de sus hijos y, por tanto, es a ellos a quienes les corresponde en principio determinar su educación. Sólo si esa administración parental de la enseñanza generara daños notables sobre el desarrollo del menor, cabría plantearse la conveniencia de limitarla en aras del superior interés del menor. Pero la evidencia internacional es que, justamente, no existe ningún indicio serio de que en términos generales la libertad de elección parental sea perjudicial para los menores. Y, en consecuencia, ha de ser respetada. Al final, quienes se oponen a la misma no lo hacen atendiendo al interés superior del menor sino al interés superior del político para modelar al menor según su conveniencia ideológica. También ahí, como dique de contención frente al sectario adoctrinamiento estatal, la libertad de elección parental resulta fundamental.