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Libertad máxima antes que renta mínima

Publicado en El Confidencial

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El Estado subsidia aquella pobreza generada por el propio Estado.

La renta básica universal se define por su universalidad e incondicionalidad: todo el mundo la percibe sin ningún tipo de contrapartida. En el extremo —y por rescatar el célebre ejemplo de Philippe van Parijs—, incluso la cobrarían aquellos surfistas que decidan estar todo el día disfrutando de las olas y que no produzcan bienes o servicios útiles para la sociedad. La renta básica es un disparate moral y económico que debería ser rechazado de plano por cualquier persona que no conciba la sociedad como un juego de suma cero en que algunas personas poseen el derecho irrestricto de parasitar permanentemente a otras.

Distinto es el caso de las llamadas rentas mínimas de inserción. A diferencia de la renta básica universal, ni son universales ni incondicionales: es decir, ni las percibe todo el mundo (solo aquellos residentes legales en situación de grave precariedad económica), ni se cobran sin condiciones asociadas (como poco, se suele exigir la disponibilidad a aceptar empleos y, por tanto, a abandonar la situación de dependencia de los fondos públicos). Como red de seguridad de última instancia, las rentas mínimas de inserción tienen su lógica, puesto que no buscan establecer un parasitismo estructural que quiebre la cooperación dentro de la sociedad, sino proporcionar un sostén transitorio para sufragar los gastos básicos e indispensables de un ciudadano hasta que se reinserte en el mercado laboral. Algunos, de hecho, pensamos que las rentas mínimas de inserción son la única función potencialmente defendible de un Estado de bienestar.

En este sentido, la AIReF acaba de proponer una unificación y mejora del sistema de rentas mínimas de inserción vigente ahora mismo en España con el propósito no tanto de combatir la desigualdad (sus efectos sobre la misma son bastante modestos: el índice Gini apenas pasaría de 0,34 a 0,33) sino de luchar contra la pobreza extrema (aquellas personas que ingresan por debajo del 30% de la renta mediana del país se reducirían en más de un 60%). Su coste no sería extraordinario (alrededor de 5.500 millones de euros, que se reducirían hasta 3.500 millones una vez suprimidos otros programas actuales de carácter redundante) y su necesidad parece estar bien fundamentada: por ejemplo, pese a que la última ‘Encuesta de condiciones de vida’ publicada recientemente por el INE contenía en general buenos mensajes sobre la evolución de los ingresos y de la desigualdad de los españoles, había algunos indicadores que sí apuntaban a un cierto enquistamiento de la pobreza más severa dentro de nuestro país (el número de hogares que no pueden permitirse comer carne o pescado al menos cada dos días permanece casi inalterado y el de familias que no pueden mantener una adecuada temperatura en su vivienda pasa del 8,3% al 9,6%). Por consiguiente, da la sensación de que resultaría del todo sensato y prioritario implantar un programa riguroso de rentas mínimas de inserción dentro de España.

Y, sin embargo, no deja de chirriarme que una economía como la española, donde el intervencionismo gubernamental continúa cercenando las posibilidades de progreso de tantos centenares de miles de personas, se proponga subsidiar desde el Estado aquella pobreza generada por el propio Estado; es decir, que se plantee implantar una renta mínima de inserción antes que cambiar nuestro marco regulatorio para posibilitar que más ciudadanos salgan adelante por sus propios medios y, por tanto, no se vuelvan dependientes de las transferencias públicas. A la postre, cuando nuestra legislación laboral dificulta el acceso a un empleo indefinido mediante la interposición de salarios mínimos, de elevados y duales costes de indemnización por despido o de onerosas cotizaciones sociales; cuando estamos hiperregulando, segmentando y gremializando el ejercicio de cada vez más profesiones; cuando nuestra legislación urbanística restringe la oferta de nueva vivienda y, por tanto, encarece ora los alquileres, ora la compraventa; cuando nuestro sistema eléctrico está plagado de sobrecostes políticos y adolece de una flagrante falta de competencia en materia de generación energética; cuando nuestro proteccionismo exterior limita la importación de mercancías foráneas mucho más asequibles que las europeas (sobre todo, en un sector tan relevante para las rentas bajas como es el de productos del sector primario); cuando, en suma, el Estado empobrece con sus actuaciones desnortadas a millares de ciudadanos, resulta cuando menos improcedente que se pretenda institucionalizar la ayuda hacia aquellos que acaso no necesitarían de esa ayuda si el sector público no los mantuviera pauperizados.

El psiquiatra liberal Thomas Szasz decía que “pese a que el refrán te exhorta a no morder la mano que te da de comer, tal vez sí deberías morderla si esa mano es la que te impide alimentarte”. Con las propuestas de rentas mínimas de inserción sucede exactamente eso: aun cuando podrían constituir mecanismos razonables dentro de un Estado mínimo para paliar situaciones de pobreza extrema, hoy no tenemos ese Estado mínimo y, por tanto, muchas de las situaciones de pobreza que trataría de paliar son las generadas directa o indirectamente por nuestro propio hiperestado. Antes de implantar una renta mínima de inserción para aquellas personas que son incapaces de prosperar por sí solas, comencemos por quitarles la camisa de fuerza que el sector público les ha impuesto a muchas de ellas: maximicemos la libertad como paso previo a abogar por unas transferencias estatales que buscan volver más llevaderos los efectos perversos de minimizar la libertad.

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