El legislador no está legitimado a limitar los intercambios que surjan del acuerdo voluntario entre adultos.
Aunque pareciera que el feminismo hegemónico sostiene una postura abolicionista sobre la prostitución, lo cierto es que el debate sobre la materia es importante.
Para muchas, el de la prostitución es –junto con el de la gestación subrogada– un ámbito en el que la mujer no tiene derecho a decidir sobre su cuerpo. Y no porque, en puridad, no lo tenga, sino porque su decisión se produce en un contexto que le imposibilita decidir con libertad.
La principal objeción que las abolicionistas esgrimen contra la prostitución es que esta, al tener lugar en una sociedad patriarcal que oprime a las mujeres y ejerce control sobre su sexualidad, perpetúa las lógicas de poder y dominación de los hombres sobre las mujeres. El error de tal argumento se encuentra en la incomprensión de que la prostitución surge de forma espontánea de las diferencias biológicas y evolutivas entre hombres y mujeres, no es una imposición cultural moderna. Los hombres tienen un deseo sexual más fácilmente excitable y una mayor tendencia al sexo casual. Eso se debe a que la inversión parental en caso de embarazo es mucho mayor para las mujeres que para los hombres. Los hombres están dispuestos a asumir costes para satisfacer ese deseo sexual, y pagar por sexo es uno de ellos. Tanto es así que la prostitución es una institución universal que ha sobrevivido a los intentos de todas las sociedades por erradicarla. Además, y pese que la mayor parte de la prostitución es ejercida por mujeres –y en la calle o en burdeles–, el feminismo dominante parece ignorar que existe una prostitución masculina dirigida a un público heterosexual y homosexual, así como una ejercida por transexuales. En estos casos, la explicación de la cultura patriarcal no aplica.
Las críticas, lejos de centrarse en las asimetrías que puedan producirse en dichas relaciones sexuales, ponen el foco en el hecho de que en ellas haya un intercambio monetario. Consideran que éste introduce una carga moral negativa: el dinero contaminaría las relaciones sexuales y las convertiría en reprobables. En cambio, los liberales consideramos que, si una actividad o intercambio es éticamente aceptable, porque no vulnera derechos ni provoca daños, la retribución económica no hace que deje de serlo; y por ello debe ser permitido, sobre todo cuando su prohibición perjudica de forma real la vida de los ciudadanos.
Es un error considerar que el dinero introduce per se una carga moral negativa en un intercambio. El significado de un intercambio es en gran medida una construcción social que no suele ser universal: pagar por acoger a un niño en adopción está socialmente aceptado y se percibe como un gesto de amor, pero pagar por mantener relaciones sexuales se considera algo sucio y denigrante. De hecho, para quienes ejercen la prostitución libremente es probable que solo represente una fuente de ingresos, que obtienen con la satisfacción de un deseo (sexual) ajeno.
En contra de lo que quieren hacer creer, la prostitución tampoco representa una forma de mercantilización (intolerable) del cuerpo de la mujer. No implica la venta del cuerpo de quien la ejerce, sino «la provisión de un servicio, en este caso sexual, que se realiza con el cuerpo (como muchos otros)». Este argumento intenta, nuevamente, demonizar un intercambio comercial. Pero los liberales consideramos que, «en la medida en que algo se puede tener, usar, poseer y disponer de forma gratuita, porque no pertenece a nadie más o porque directamente pertenece a uno mismo, como es el caso del propio cuerpo, debe poder usarse como se considere». Y lo que debemos de valorar es si un intercambio limita de alguna manera los derechos y libertades de los que participan en él.
Por poner un ejemplo: está claro que no debe permitirse la existencia de mercado de prostitución infantil; pero no por la cuestión mercantil en sí, sino porque la propia prostitución infantil es lo que está mal: atenta contra los derechos de los menores, haya dinero de por medio o no.
Esta tesis es perfectamente aplicable al caso de la prostitución. De la misma manera que una persona adulta decide mantener relaciones sexuales consentidas con otra sin que haya intercambio monetario, debe poder hacerlo cuando reciba una compensación económica por ello.
Por último, y como decíamos al principio, se considera que las condiciones materiales en que se encuentra la mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución determinan la elección de las mismas, por lo que su elección no sería libre. Este argumento, que proviene de las tesis marxistas, considera que hay una serie de factores determinantes de la capacidad de elección (opciones reales entre las que poder elegir, acceso a recursos e igualdad de oportunidades), y que cuando no se dan, las decisiones no se toman en libertad.
Una vez más, para los liberales el número de alternativas u opciones que tiene un individuo para decidir es irrelevante. Es la interferencia (que se restrinjan de forma deliberada) lo que hace ilegítima la reducción de las alternativas, no la capacidad individual que se tenga para acceder a las mismas. Además, resulta curioso ver cómo las condiciones materiales parece que solo constituyen una limitación en algunas actividades (la prostitución o la gestación subrogada) pero no en otras (la minería o el desatranque de cañerías). Cualquiera que emprende una actividad económica lo hace (casi siempre) por necesidad, no por gusto (aunque puede que la actividad que escoja se corresponda con sus preferencias, pero sabemos que eso no siempre ocurre). En definitiva, el entorno y la situación particular condicionan todas y cada una de las elecciones que toma el individuo; pero la existencia de necesidades no quiere decir que haya coacción, o que la elección no es libre. Una persona será siempre más libre cuando pueda decidir por sí misma que si ha de someterse a las decisiones de otro. Por otro lado, en el argumento de la necesidad económica subyace un gran clasismo, pues equivale a afirmar que solo aquellas personas que se encuentren en una buena situación económica pueden decidir sobre su propio cuerpo, en el caso que nos ocupa.
Si bien puede considerarse que la necesidad económica y la falta de alternativas reales son un problema a la hora de tomar decisiones, sería más lógico proporcionar a esas personas bienes materiales y alternativas, pero en ningún caso prohibirles decidir sobre sus cuerpos. Además, y dado que la concurrencia a un mercado siempre se hace para lograr una mejora, quitar esa opción a quienes se encuentran en peores condiciones es una manera de perpetuar su vulnerabilidad.
Finalmente, me gustaría destacar que, si la prostitución no va a desaparecer en los próximos años (y no parece que vaya a hacerlo), todo aquel que se preocupe por la salud, la seguridad y los derechos de las trabajadoras sexuales debe estar a favor de convertirla en una industria completamente legal.
La prostitución es un actividad que no tiene por qué menoscabar derechos individuales ni atentar contra individuos especialmente vulnerables (menores o incapacitados), así que el legislador no está legitimado a limitar los intercambios que, en ese contexto, surjan del acuerdo voluntario entre adultos. Ahora bien, ese consentimiento debe ir acompañado de un nivel mínimo de comprensión sobre la decisión que se toma. Por otro lado, que algo sea legal no obliga a nadie a realizarlo; aquí solo se trata de reconocer la madurez y la autonomía de aquellas personas que de forma voluntaria quieran ofrecer sus servicios sexuales, o consumirlos. Es el prohibicionismo infantilizador lo que, tras la fachada de un interés noble y humanitario, limita la capacidad de individuos adultos para tomar decisiones y ser consecuentes con ellas.
Como decía Juan Ramón Rallo hace unos años en un artículo, el liberalismo también consiste en defender la libertad sexual.